Txetxu Asusín
Vivimos en sociedades plurales y complejas donde partimos de posiciones iniciales divergentes, de desacuerdos, de una diversidad de intereses, preferencias y doctrinas ideológicas, religiosas o culturales.
Será a través del diálogo y la deliberación, de la reflexión pública y la argumentación que caracterizan a la democracia, como podremos encontrar respuestas colectivas a los desafíos y problemas sociales.
La deliberación se refiere a una discusión que es informada, que se basa en valores y que es transformativa. Eso la diferencia de otras formas de intervención ciudadana como la consulta pública: Mientras que en las encuestas se obtienen opiniones individuales agregadas sobre algún asunto, en la deliberación se crean las condiciones para que esas opiniones cambien y evolucionen.
Defiendo que a través del diálogo, de argumentos, razones y narraciones, es posible transformar públicamente las diferencias para llegar a una resolución racional de los conflictos, a un compromiso que no significa necesariamente consenso ―el disenso es un elemento crucial de la democracia. Sin embargo, aunque se mantenga un desacuerdo con una decisión, los ciudadanos pueden considerarla más aceptable y justa cuando ha estado sujeta a una discusión abierta e inclusiva que ha tomado en consideración las perspectivas enfrentadas.
Al dialogar y deliberar sobre alguna controversia se puede reconocer (por parte de los contendientes o de su comunidad de referencia) que se ha acumulado suficiente peso a favor de una de las posiciones; o bien pueden aparecer posiciones modificadas, gracias a la controversia; o bien simplemente se puede aclarar recíprocamente la naturaleza de las divergencias en juego.
Por lo anterior, se dice que la deliberación no es sólo un proceso para escoger racionalmente entre alternativas dadas sino también un procedimiento de creación de nuevas alternativas, lo que otorgaría a este procedimiento de decisión virtudes epistémicas y hasta morales.
Pero el diálogo y la deliberación exigen una serie de virtudes:
- reconocimiento recíproco: una cierta magnanimidad frente a los discrepantes sobre la idea de que se puede aprender de los otros, sin sospechar sistemáticamente de ellos;
- respeto mutuo (interacción constructiva);
- la inclusión de perspectivas y enfoques diversos sobre los asuntos en cuestión;
- la tolerancia de los distintos puntos de vista, junto con la aceptación tanto del acuerdo como del desacuerdo (la posibilidad del disenso);
- la integridad frente a una visión meramente estratégica del diálogo; esto es, tomar en serio la veracidad, como mínimo, en nuestros intercambios argumentativos.
Y exige también el acceso a la información relevante para la cuestiones a tratar. Disponer de información suficiente y confiable es un elemento de “empoderamiento” ciudadano y una condición discursiva necesaria del espacio público para la formación de la opinión y la voluntad y, por tanto, una suerte de imperativo ético de la democracia. Así se reconoce en muchísimas legislaciones nacionales y en el sistema internacional de derechos humanos.
Este derecho a recibir información veraz no sólo entraña la obligación negativa de no impedir la difusión de contenidos y noticias, esto es, la prohibición de la censura y la libertad de contar. Asimismo, implica el deber positivo de informar (verazmente, con diligencia) sobre los aspectos relevantes de la discusión pública, como comentamos en un artículo anterior. Y para ello los poderes públicos han de comprometerse con este acceso a la información, indispensable para la deliberación pública, favoreciendo el conocimiento y la difusión de las diversas propuestas (argumentos, narraciones) acerca de un determinado asunto, para ampliar los términos del diálogo.
Dialogar y argumentar para comprender y convivir.