Javier Garrido, ofm
Cuando Jesús nos dijo que “cada día tiene su afán” (Mt 6), nos enseñó cómo vivía Él. Lo aprendió en Nazaret, en la rutina de la vida familiar y laboral. Tantos años sin proyectar su futuro, esperando que el Padre se lo manifestase. Pero también cuando comenzó a actuar públicamente, aunque los acontecimientos se precipitasen.
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Al reducirse nuestros proyectos y, sobre todo, nuestras capacidades creativas, tendríamos que ser capaces de dar densidad de vida a cada día.
No acontece nada nuevo, es verdad, porque lo nuevo es la oportunidad de creer, esperar y amar cada día, haciendo la voluntad del Padre.
Las novedades suelen ser sencillas, nada espectaculares, pero depende de cómo las vivamos:
Ese dolor de espalda, que ha aumentado.
La mala cara del familiar (o del hermano o hermana de comunidad), que no sabes por qué.
Una visita sorpresa.
Que has olvidado comprar unas pastillas en la farmacia.
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Podemos quejarnos o aprovechar el día a día para crecer en paciencia. Es ésta una virtud poco valorada, pero que con los años se hace esencial.
Paciencia es capacidad de aguante cuando las cosas no salen como nosotros quisiéramos.
Paciencia es aceptación de la realidad tal como viene.
La paciencia nace de la mansedumbre del corazón: con los otros y con uno mismo.
La paciencia es directamente proporcional a la paz interior.
La paciencia nos hace seguidores de Jesús, negándonos a nosotros mismos, pero sin brillo, en las pequeñas cosas de cada día.
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Se vive bien, cristianamente bien, cuando cada día es motivo de agradecimiento.
Al levantarse, el regalo de vivir, de servir al Señor, de amar.
Al disponer de tiempo para la oración personal.
Al poder ser todavía útil.
El agradecimiento nace de estar reconciliados con la etapa de vida que nos toca.