Si 2020 ha sido el año de la pandemia, 2021 va a ser el año de la vacuna; mejor, de las vacunas (y no sólo de las vacunas farmacológicas). Nunca antes en la historia de la ciencia se había desarrollado un proceso tan rápido de elaboración de vacunas ni se habían puesto tantos medios humanos y técnicos para el desarrollo de un medicamento, concitándose una colaboración global en la consecución del mismo. Ahora están siendo aprobadas e inoculadas las primeras vacunas contra la COVID-19 y se esperan varias más a lo largo de este año.
Sin duda, las vacunas han sido la medida más eficaz, barata y segura en salud pública; ninguna otra actividad sanitaria ha proporcionado mayor beneficio con relación al riesgo y al coste. Pensemos en vacunas imprescindibles y muy beneficiosas contra la difteria, polio, rubeola, sarampión, tétanos, tos ferina. Otras necesarias de uso ocasional contra la rabia o la fiebre amarilla. La acción combinada de las vacunas, los antibióticos y las mejoras socioeconómicas transforman radicalmente el perfil de salud de las poblaciones.
Y esto último es crucial. Porque la salud y la enfermedad no dependen únicamente de las intervenciones sanitarias, de los sistemas de salud, de los medicamentos y las vacunas. La salud y la enfermedad están estrechamente condicionadas por lo que se conoce como los “determinantes sociales” (las causas de las causas): Los resultados en salud se ven afectados adversamente por la pobreza, el desempleo y las malas condiciones de vida. La salud pública y la epidemiología han puesto de relieve que un buen estado de salud depende de la educación, de los ingresos, del medio ambiente, más que de la atención sanitaria que se recibe. Así, un informe reciente de la prestigiosa revista The Lancet señalaba que el estatus socioeconómico bajo es uno de los indicadores más importantes de morbilidad y mortalidad prematura en el mundo. Es bien conocido el dicho de que para tu salud es más importante tu código postal que tu código genético.
Desde una perspectiva histórica, se ha demostrado que la superación de las enfermedades infecciosas en el siglo XIX no se debió tanto al avance de la ciencia (tratamientos médicos, vacunas) sino al hecho de la mejora de las condiciones laborales, salarios y alojamientos, fruto de la resistencia de los trabajadores organizados en sindicatos. Incluso el descenso de las enfermedades infecciosas en algunos países industriales fue previo al descubrimiento y aplicación masiva de intervenciones médicas. Resultaron decisivas, por ejemplo en Reino Unido, la limitación del trabajo infantil, la introducción de la jornada laboral de 8 horas, el aumento de los salarios que permitió una mejor alimentación y las reformas higiénico-sanitarias que empezaron a eliminar los peores contextos ambientales dañinos para la salud.
Es muy elocuente esa frase que dice: “Usted lo que necesita no es un psicólogo/médico sino un sindicato”. Como recuerdan Marta Carmona y Javier Padilla, la medicina y la psicología son utilizadas en muchísimas ocasiones como instrumentos de atomización de las respuestas colectivas, de responsabilización individual sobre problemas en los que la responsabilidad hace mucho que quedó fuera del individuo; la lucha colectiva por los derechos laborales debería ser uno de los objetivos de la acción comunitaria en salud.
Si algo nos ha mostrado esta pandemia que padecemos es que se trata de un fenómeno social complejo y no estrictamente médico o sanitario; pensemos en el impacto sobre el trabajo, la economía, los transportes, la educación, la vida social, el urbanismo… Aunque todas y todos podemos ser afectados por la enfermedad, no poseemos la misma capacidad para responder a la misma, que depende de condiciones materiales y sociales como la renta, la vivienda, el trabajo, el género, la edad… Pensemos en el terrible impacto de la enfermedad en las residencias de mayores, que ha de obligarnos a replantear profundamente el modelo de cuidado para la longevidad; o la expansión del virus allá por verano entre trabajadores del campo indocumentados que convivían hacinados y sin las mínimas condiciones higiénicas (sigue habiendo en España más de 400.000 migrantes sin regularizar mientras que otros países, como Portugal, desarrollaron una rápida regularización como medida no solo humanitaria sino de control de la pandemia).
Por ello, la vacuna realmente duradera contra esta y otras pandemias será la “vacuna social”, esto es, aquellas intervenciones que mejoren las condiciones de vida, de trabajo, de educación, de vivienda… y que contribuyan a reducir la desigualdad social —que deviene desigualdad en salud.
La pandemia, la enfermedad, el sufrimiento, requieren intervenciones complejas que contemplen no solo la atención sanitaria o el desarrollo de vacunas y medicamentos, sino que se ocupen de los determinantes económicos y sociales como son las condiciones de vida, el alimento y el agua potable, la vivienda, la educación o una mínima seguridad (en su sentido amplio comentado también aquí). La ciencia debe reconocer su modestia y su limitación.
Y junto a la vacuna social, afrontamos el reto de la distribución global de las vacunas farmacológicas. Asegurar una distribución a todos los países al margen de su capacidad económica no solo es un imperativo ético, sino un interés compartido, ya que los brotes que no se traten en cualquier parte del mundo pueden repercutir en el resto del planeta, como ha demostrado claramente esta pandemia. Nadie estará a salvo si no estamos todos a salvo.