Javier Garrido, ofm
Iniciamos una serie de reflexiones teniendo como tema de fondo: Ser cristiano hoy.
Cualquiera que toma en serio su fe, si no adopta la táctica del avestruz, ocultar la cabeza bajo tierra para no ver la realidad, reconoce los desafíos que el contexto actual provoca a su ser cristiano.
Y sin duda, se ha hecho o se está haciendo una opinión personal sobre el tema.
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Comparando con otras épocas, el panorama actual del cristianismo se ha encontrado con cambios inesperados e incluso radicales. Digamos algo:
En la sociedad y en la cultura y en la organización del mundo ya no cuenta Dios, ni las instancias que antes garantizaban la presencia de Dios: el clero, la escuela, los templos…
Al cambiar las costumbres, los criterios éticos no se nutren de normas preestablecidas. Basta pensar en los roles del varón y de la mujer, en las relaciones sexuales, en el modo de concebir la justicia social… ¿Qué tiene que ver una sociedad rural y la nuestra, ideológicamente tan plural e invadida por los medios de comunicación?
Hemos pasado de épocas de penuria en lo económico a épocas de abundancia (aunque todavía la brecha entre ricos y pobres es indignante). Así que el consumo es nuestro modo normal de vivir y satisfacer necesidades.
El individuo tiene una conciencia nueva de sí mismo. No es parte de un todo. Lo decisivo es la autorrealización y la capacidad de tomar decisiones sin restricción alguna en lo que atañe a elegir lo que uno quiere hacer con su vida.
Y como fenómeno global: el antropocentrismo secular. La medida de lo real es el hombre, no Dios ni las religiones. Aquí, en España, hay que añadir la reacción defensiva (y con frecuencia, agresiva) contra el nacional catolicismo que caracterizó la dictadura.
Así que hemos pasado, dicho simplificando, de la cristiandad a un cristianismo de minorías. ¿Minorías cultivadas o minorías residuales? El futuro de la Iglesia está altamente problematizado especialmente en lo que llamamos el Occidente.
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El lector/a ha vivido, sin duda, y además en pocos años, estos cambios. Convendrá que se pregunte: ¿He sufrido en mi fe las consecuencias de estos cambios? ¿Cuál ha sido mi actitud: de defensa o de apertura? ¿Me ha ayudado a madurar humana y espiritualmente?