Jose Luis Elorza, ofm
Según la biblia, Gen 3, Adán y Eva, buscando “ser como Dios”, habrían cometido “el primer pecado”, comiendo del fruto del árbol. Y lo habrían pagado caro: expulsados del paraíso, habrían perdido las condiciones de una existencia superfeliz, y comenzado a experimentar la vergüenza, la culpabilidad, las numerosas penas de la vida humana, las inquietudes del corazón, el miedo a Dios… Todo ello está inventado; pero, en lenguaje mítico-simbólico, ¡cuánto dice sobre esta personita compleja que somos cada uno!
El “pecado original” de Adán y Eva estaría en el origen de nuestro “pecado original” y de todos nuestros males: un corazón frágil que se inquieta, sufre y falla; un cuerpo que nace llorando y sangrante, y enferma, envejece, muere; condiciones de vida penosas… ¿“Pecado original”? A muchos rechina esta expresión secular de la iglesia. Con razón; es una expresión desacertada; pero ¿hay acaso una cosa más evidente? Hasta un reconocido filósofo agnóstico, M. Horkheimer, reconoce: “El pecado original no es un dogma religioso, sino una verdad elemental de experiencia”. No es pecado en sentido moral; es una innegable verdad antropológica y existencial: una experiencia humana vivida, de mil formas, por todos los humanos.
Lo que dice la biblia, Gen 3, coincide con lo que dice la experiencia. ¡Qué confesiones, hechas con gran dosis de sinceridad, en boca de personas!:
“El mundo está mal diseñado por Dios. Y el hombre está igualmente mal diseñado. Yo hubiera hecho diferente las cosas” (en tono irritado, José Luis N.,).
“Dios ha hecho una chapuza conmigo” (Dani N., dolido por su homosexualidad).
“Llevo un yo asesino en mi zona oscura, un violento capaz de agredir” (Juan M.).
“No acabo de comprenderme... El querer el bien está a mi alcance, pero el hacerlo no. Pues no hago el bien que quiero, sino el mal que aborrezco…” (Pablo de Tarso, Rom 7,14ss).
“Nada más falso y enfermo que el corazón humano: ¿quién lo entenderá? (profeta Jeremías, 17,9).
Cuando ves por los medios de comunicación de qué somos capaces de hacer, uno dice: pero ¿de qué “pasta humana” estamos hechos? Somos capaces de lo peor.
“¡La bestia que llevamos dentro…!” (Espinel, hacia 2010, escritor argentino, tras investigar, al frente de la “comisión de la verdad”, los crímenes de la dictadura militar. ¿Quién puede decir que no torturaría a otros humanos, puesto en las mismas circunstancias?
"Soy un desastre de persona”; “soy una mediocridad”; “¡qué poca cosa soy!”; “me gustaría ser diferente de lo que soy”.
La vida da mucho de sí; ¿no podría dar más?; al fin, te desengaña.
No solo hay hombres y mujeres sin conciencia ni sensibilidad, rebosando egoísmo, violencia, o empujados por la codicia, la venganza, un egoísmo subido, el narcisismo… Si miro los pliegues de mi interior, no puedo menos de confesar mis “sombras” (Karl Jung), zonas oscuras que me habitan, pequeñas o grandes. Mi “pecado original”: ese con el que nacemos todos. “En la culpa nací; pecador me concibió mi madre”, ora un judío (salmo 51). Me chirría esta afirmación; pero ¿no es mi experiencia existencial? Me descubre algo de mí mismo. Mis padres han podido querer traerme a la vida en un acto de amor, darme lo mejor de este mundo, educarme en la libertad, en la honradez, en el amor, en el disfrute… Pero ¡soy lo que soy!
Este cuerpo mío es maravilloso, ¡un milagro de la naturaleza!: lo es cada uno de sus billones de células. Pero no podré ahorrarle el vivir sometido a necesidades y leyes biológicas, la enfermedad, el cansancio, la reducción, al final, la muerte.
Me encuentro con mi corazón, la dimensión interior y espiritual de mi persona: es capaz de pensar, preguntar y soñar, amar y ser amado, sentirse feliz… Pero también llora, desfallece, se hace preguntas inquietantes, vive frustraciones afectivas, dificultades para amar y hacerse amar, para ser honrado.
A menudo me habitan el desánimo, la impotencia y la torpeza para lo bueno y justo, la dificultad para vivir la esperanza y la confianza en mí mismo, mil contradicciones conmigo mismo… ¡Complejo y contradictorio mi mundo emocional, afectivo, existencial!
Y difícilmente escapo de buscarme a mí mismo, de “mi Narciso”, de la envidia y del afán de poseer más y más, de la agresividad, de miedos de la vida que me impiden ser libre y generoso, de mis mecanismos de defensa…
El “pecado original”: ¡ese lado oscuro y problemático de mi persona! Con desenfado, lo define un autor inglés: es “la propensión a cagarla”, incluso cuando tengo la mejor intención. Es mi capacidad de “estropear lo bueno” de mí mismo: no puedo evitar a menudo un uso egoísta y abusivo de mi libertad, de mi inteligencia, de mi afectividad y sexualidad, de mis recursos… En su explicación última, “el pecado original” es mi condición humana: “no soy Dios”; soy un ser de barro: admirable en toda mi persona, cuerpo y alma; pero limitado, contingente, vulnerable, deficiente y deficitario; como tal, quisiera “ser como Dios” como sea, por caminos míos, como Adán y Eva; y en ese intento, lo estropeo lo que Dios me ha dado. Todo ello desde el seno de mi madre: por el solo hecho de venir a este mundo.
Te llega al corazón la confesión de una mujer escritora, cuyo nombre no recuerdo: “Todas las mujeres llevamos dentro una potencial prostituta y una potencial asesina de nuestros hijos; pero llevamos también una potencial poetisa, una potencial enamorada, una potencial esposa tierna, una potencial madre amorosa... ¿Quién sacará de nosotras lo mejor que anida en nosotras?”. Todo varón veraz consigo haría la misma confesión y la misma pregunta. Debo ponerme a sacar lo mejor de mí. Y me lo sacan esas personas que me conocen y me quieren. ¿No es lo que pretende Dios conmigo y con cada hombre y mujer? Lo pretendió con el pueblo de Israel: es lo que quiere decir la biblia judía. Y lo pretendió Jesús de Nazaret con los hombres y mujeres de su tiempo. Lo pretende con cada ser humano: por una parte, liberarlo, sanarlo, “redimirlo” de su ser prisionero de oscuras fuerzas mayores, y por otra, sacar lo mejor de cada uno y llevarlo más allá de sí.