Jose Luis Elorza, ofm
El hombre llamó a su mujer «Eva», por ser ella la madre de todos los vivientes.
Y el Señor Dios hizo para el hombre y su mujer túnicas de piel y los vistió.
Se dijo Dios: ¡Resulta que el hombre ha venido a ser como uno de nosotros, en cuanto a conocer el bien y el mal! Ahora, pues, cuidado, no alargue su mano y tome también del árbol de la vida y comiendo de él viva para siempre.
Así que lo echó Dios del jardín de Edén, para que labrase el suelo de donde había sido tomado. Tras expulsar al hombre, puso delante del jardín de Edén querubines y la llama de espada vibrante, para guardar el camino del árbol de la vida (Génesis 3,20-24).
¡Qué bien comenzaba el relato mítico-sapiencial de Génesis 2-3 y qué mal acaba! Nos chirría por dentro este final chocante: el ser humano expulsado por Dios de su cercanía y del jardín de Edén. Salido de las manos amigas de Dios, acaba lejos de Él. Colocado en el jardín de Edén como señor y hermano de todos los seres, acaba arrojado del mismo. Lo suyo será habitar en un entorno arisco, ingrato, penoso.
Está dicho ya: Adán y Eva ni existieron, ni tampoco el paraíso de Edén, etc… Y elementos como “el árbol de vida”, los “querubines”…, están tomados de la cultura mesopotámica. Pero también este final mítico-simbólico expresa verdades existenciales que nos atañen:
Este mundo en que vivo no es un paraíso. Puedo vivir en él experiencias cumbre fabulosas, momentos de cielo; pero mi existencia no es idílica, segura, siempre gratificante. Mi ser y mi vida están amenazados (¡aquí tenemos al Covid-19!). Y mi entorno es áspero e ingrato.
Este mundo lo veo a menudo como abandonado por Dios: no es un espacio de vida y paz plenas. Él no reina aquí. En el fondo, soy huérfano en un mundo hostil. Huérfano de felicidad, huérfano de sentido, huérfano de presencia divina.
Mi insatisfacción me lleva, una y otra vez y de mil modos, a recurrir “al árbol de la vida”: a querer “ser como Dios”, para ser eterno y superfeliz. Pero no tengo ni derecho ni poder de ser más de lo que soy. No soy Dios; soy humano, terreno; estoy diseñado para vivir en este mundo de aquí abajo. Me lo dice la experiencia todos los días; pero me cuesta hacerme consciente de ello.
Entre Dios y el ser humano hay una barrera infranqueable. No tengo acceso a su presencia y compañía amables, ni derecho a experimentarlo como “mi Dios”, fuente de gozo y de sentido. Incluso siendo creyente, lo que siento a menudo es su lejanía, su silencio, dificultad para relacionarme con Él.
¿Romperá Dios mismo esa barrera? Puedo buscarle, desearle, querer amarle; pero solo Él puede romper toda distancia y ofrecerme su rostro y su intimidad. Si Él se asoma a mi existencia en este lugar hiriente e ingrato donde vivo (¡la biblia dice que sí!), ¿le dejaré ser Dios de vida y de relación confiada?
El autor que escribió este relato mítico alimenta esperanza en medio de todo. Lo expresa en algunos detalles:
Dios no cumple su amenaza de muerte: “si coméis, moriréis”. Los disparates que hacemos los humanos no vencen el proyecto de vida que tiene Dios.
Más aun, precisamente “la mujer” que había iniciado un camino de muerte vendrá a ser “Hava” (Eva): la viviente, la dadora de vida, la que engendra nuevos seres. En medio de fatigas y desgracias, vive el gran milagro y misterio de la maternidad. A pesar de todos los dramas y atentados contra la vida que causa y sufre el ser humano, la vida continúa, la historia prosigue: bien pronto, Adán y Eva engendrarán a sus primeros hijos, Caín y Abel (Gen 4). La última palabra no la tiene el ser humano con sus desmanes, sino Dios que sigue siendo Dios de vida y de futuro.
¡Y un precioso detalle de amor y cuidado!: el Dios creador “viste” a Adán y su mujer, cubre su desnudez. Sigue velando por ellos. Son “seres caídos”; pero siguen siendo criaturas suyas, no los abandona, los acompaña, los cuida.
Poco antes, Dios ha condenado a la serpiente (a ella sí, de manera total): no soporta que haya causado el mal al ser humano. Y pronuncia unas misteriosas palabras: “Enemistad pondré entre ti y la mujer, entre tu linaje y su linaje: él te pisará la cabeza, mientras acechas tú su calcañar” (3,15). Palabras preñadas de esperanza. Dios, venciendo el mal, recreará un mundo nuevo. Lo hará contando con esa misma mujer víctima de la serpiente, y con la descendencia nacida de ella. Se sirve de ese mismo ser humano que estropea y tuerce una y otra vez la historia. Así es la historia: tan humana por un lado, y tan divina, enderezada y recreada por Dios por otro. Es lo que viene a decir el relato mítico de Gen 2-3 y toda la biblia.
Incluso Gen 3 invita a la esperanza. Dios es digno de confianza para los que vivimos “fuera del paraíso”. La biblia, en toda su longitud, retomará este mensaje: la historia es drama, pero no es tragedia. No está libre de mil azares y avatares, ni del uso disparatado del poder y de la libertad por el ser humano, ni de las indomeñables fuerzas cósmicas. Pero Dios la conduce hacia un final, y acompaña y cuida a los seres humanos. Las célebres “tragedias griegas” terminaban en desastre. La historia humana, según la biblia, se parece más, a las “películas del Oeste”: sus tramas, llenos de incertidumbre, tensión y suspense, acaban con la victoria del bien; “el bueno”, ¡por fin!, vence a “los malos”, y logra imponer la justicia y la libertad contra la violencia.
Mi existencia en este mundo no es un paseo por un jardín sembrado de verde césped, pero tampoco es un caminar ciego por una tierra inhóspita hacia un abismo. No corre como la seda, está llena de pedruscos y tropiezos, tiene muchas curvas, está atravesada por riesgos. Mi vida tiene poco o mucho de drama; pero me acompaña un Dios de vida que endereza y rehace los caminos del ser humano. Y no es tragedia: acabará bien.