Fr Joseba Bakaikoa, Franciscano Capuchinno
El pasado 19 de Abril celebrábamos el centenario del nacimiento de Mons Alejandro Labaka, que nos dejó hace ya 32 años, el 21 de julio de 1987, en la Amazonía ecuatoriana.
¿Quién era Alejandro?
Corría el año 1920 y en un pequeño pueblo de Gipuzkoa, Beizama, nacía un niño, dentro de una familia de profunda fe, al estilo de esta tierra abrupta de montañas: una fe unida a la tierra y a costumbres inveteradas.
A los 13 años, algo se movió profundamente en su interior y decidió darle cuerpo a ese algo que iba apareciendo: llegar a ser Franciscano Capuchino, sacerdote y misionero. Alejandro quiso desde muy joven ser misionero; así lo muestran numerosos textos y citas de sus años de estudio en el Seminario Capuchino de Alsasua, mostrando el deseo de partir y de conocer otras culturas.
Tras los años de formación transcurridos entre Navarra y Zaragoza y después ser ordenado sacerdote, a los 27 años, corría 1947, es destinado a la misión de Pingliang, en la zona de Kansu, “la misión más pobre y difícil” de China. La fascinación de Alejandro por este país duraría el resto de sus días, aunque su estancia en el país asiático apenas fuese de seis años.
En 1953, cuando contaba 33 años, fue expulsado de China y destinado por sus superiores a Ecuador y tras vivir en varias regiones del país, llegó a la Misión de Aguarico en el año 1965. Allí comenzó su gran labor en contacto con los pueblos más olvidados, pequeños e indefensos. Fue nombrado Prefecto Apostólico de la Misión Capuchina de Aguarico, residiendo en esta Misión hasta el final de su vida, con un intervalo de apenas unos años en Guayaquil, tras los que regresó al Vicariato como un misionero más, y donde fue ordenado obispo en 1984.
Alejandro quedó fascinado por el mundo amazónico, las culturas indígenas y el gran entorno de la selva. En 1976, Alejandro contactó con un grupo waorani. Es su último gran descubrimiento personal. Como él mismo escribió, se sintió fascinado por su historia y forma de vida. Desde ese momento se dedicó a convivir temporadas con ellos, a aprender su idioma y su cultura y a constituirse en voz de los sin voz.
Alejandro e Inés Arango, Terciaria Capuchina, compañera inseparable de Alejandro en la misión, como buenos misioneros, se adentraron en las distintas culturas indígenas del entono amazónico, haciéndose de ellos. Juntos dedicaron especialmente sus últimos meses, a la defensa de un pequeño grupo indígena, amenazado por las invasiones petroleras en la selva.
Gracias a estos pueblos, la Amazonía se ha cuidado del mal llamado desarrollo que saquea, contamina, y destruye la vida y la Amazonía.
Los pueblos indígenas de la Amazonía son piedra de tropiezo para los intereses de las grandes compañías petroleras y madereras asentadas en esta región del hemisferio sur. Así pues, estos pueblos son invisibilizados, no existen, corriendo de esta manera el grave riesgo de verse amenazados en su misma pervivencia.
El 21 de julio de 1987, Alejandro e Inés, a fin de evitar un enfrentamiento violento entre grupos petroleros e indígenas, fueron a contactar por primera vez con un grupo indígena (tagaeri) que aún no lo había sido nunca. Al día siguiente, los cuerpos del Monseñor Alejandro Labaka, Obispo de Aguarico, y de la Hermana Inés Arango, Terciaria Capuchina, fueron encontrados a pocos metros uno del otro alanceados en la selva. Sus cuerpos fueron trasladados y enterrados en la catedral de Coca.
Comprometido creyentemente con la realidad
Para Alejandro, vivir según el Evangelio, era la perla por la que merece la pena dejarlo todo y hacerse con el campo. La forma en la que murieron, alanceados, y el hecho de que expusieran sus vidas para salvar las de un pequeño grupo indígena aún sin contactar, hizo que sus muertes fueran noticia internacional aquel 22 de julio de 1987.
Inés y Alejandro son testigos en nuestros días de una pasión sostenida, de un compromiso mantenido hasta las últimas consecuencias, de una libertad coherentemente entregada en circunstancias extremas y hasta el final a las minorías indígenas, tantas veces castigadas por la voracidad de las industrias petroleras, madereras y mineras que operan en la zona.
El cantón Aguarico es parte de la región muy húmeda tropical de la Amazonía ecuatoriana con una temperatura promedio anual de 23 °C y tiene como nota identitaria ser la provincia más pobre de Ecuador en los indicadores de educación, vías de comunicación, paro y sanidad donde se da un alto porcentaje de enfermos con diferentes tipos de cáncer.
Alejandro realizó su misión descalzo, con humildad, en busca de las semillas del Verbo, haciendo verdad las directrices emanadas del Concilio Vaticano II en el cual participó: “El Espíritu Santo, llama a todos los hombres a Cristo por las semillas del Verbo y por la predicación del Evangelio y suscita el homenaje de la fe en los corazones”…Ad Gentes Decreto Sobre la actividad misionera de la Iglesia nº 15
Alejandro quiso ser fiel a este anuncio y hacerlo realidad en su vida. Quiso encontrar las semillas del Verbo en un pueblo, el indígena, que no cuenta en la realidad mundial, pero que a él le fascinó llevándole a optar por ser uno de ellos. Él experimentó una profunda conversión pastoral de la mano de este pueblo al que sirvió hasta el final: los waoranis.
Los Waronis le cambiaron
Los Waronis le enseñaron a ser misionero. Alejandro vivió una fascinación y un enamoramiento hacia este pueblo, de manera que expresó su ser misionero en la defensa de su vida, su cultura –aprendiendo su lengua y sus costumbres-, en la defensa del territorio que habitaban mediando continuamente con las autoridades ecuatorianas para que fueran respetados los derechos de este pueblo minoritario.
Amó tanto a este pueblo, que se hizo hijo adoptivo de un matrimonio wao, sus nuevos padres serían a partir de ese momento, Inihua, su padre, y Pahua, su madre. En una ceremonia entrañable, en la que desnudo, como era costumbre entre ellos, recibió arrodillado, una camachina -consejos de cara a vivir esta novedad en su vida- de su padre y otra de su madre.
Alejandro es un mediador, que contribuye con su vida entregada a establecer un puente entre concepciones diferentes de la vida: la de los waos y la nuestra. Cuando va con Inés a encontrarse con los tagaeri (waos no contactados), saben ambos que éste es el único camino; el del encuentro, aunque esto suponga el riesgo de perder la vida. Las últimas palabras con las que se despidió de sus hermanos capuchinos antes de partir fueron: ”Si no vamos nosotros los matan a ellos”, expresan la pasión que les mueve, el precipicio en el que han entrado.