Txetxu Ausín
En estos tiempos de enfermedad y de muerte, de confinamiento y crisis, anhelamos más que nunca tener seguridad.
Estamos seguros cuando evitamos el peligro y el daño, cuando algo es firme, estable y no falla, cuando es digno de confianza.
La seguridad, sentirse protegido, ocupa el segundo nivel de las necesidades primordiales de Maslow, solo por encima de las necesidades fisiológicas, y es una de las siete necesidades básicas del ser humano según Malinowski.
Estar seguro es encontrarse libre de miedo, esa perturbación angustiosa del ánimo por un riesgo o daño, real o imaginario. El miedo remite a la idea de que estamos en peligro, como sucede en esta crisis sanitaria y social ocasionada por la Covid-19. Estamos bajo el riesgo de padecer un daño severo en nuestra salud y ello nos produce angustia, no solo por la enfermedad sino también por el futuro del trabajo, de la educación, de la vida social.
Y el miedo no es necesariamente una emoción negativa ya que por razones adaptativas uno necesita saber qué va mal para protegerse. El problema surge cuando el miedo se exacerba y se usa como arma de dominación política y de control social, como en el caso de la hipervigilancia y las estrictas restricciones de la libertad que se plantean como única alternativa para encarar esta pandemia (el modelo de China).
La seguridad consiste en reducir los riesgos de daño y de perjuicio, si bien el riesgo es inherente a cualquier actividad y nunca puede ser eliminado del todo; como mucho prevenido o mitigado. Convivimos no solo con la posibilidad de riesgos sino con grandes incertidumbres, fruto del desconocimiento, como sucede en la crisis actual. Y la incertidumbre es un ingrediente esencial de la vida con el que debemos aprender a habitar. Por ello, riesgos e incertidumbre no se pueden plantear estrictamente como cuestiones meramente científicas (lo que sabemos o no sabemos) sino también como asuntos de preferencia, cultura y valores (lo que se debería o no debería hacer, lo que estamos dispuestos a aceptar como sociedad). El reto es gestionar el desconocimiento de un modo compartido, deliberativo e inteligente.
Está claro que la seguridad implica la protección de las personas, sus bienes y sus derechos. Por ello, suele identificarse la seguridad con el conjunto de medios y medidas destinado a velar por el orden público y así se habla de las fuerzas y cuerpos de seguridad del estado, ciberseguridad, seguridad vial y de la defensa de la seguridad nacional a cargo del ejército.
Pero no se puede reducir la seguridad a la policía, el servicio de bomberos o la atención a las emergencias. La seguridad significa igualmente, y ahora lo estamos viendo de modo palmario, la salud pública, el acceso a medicamentos esenciales y tratamientos, el alimento y el agua seguros, la seguridad social (en caso de enfermedad, accidente, incapacidad, jubilación…), la protección laboral y del consumidor, el acceso a la vivienda, la prevención de desastres o el cuidado del medio ambiente. También el amparo con relación al poder del gobierno y la administración (checks & balances), para lo que son indispensables elementos de buena gobernanza como la transparencia, la apertura, la rendición de cuentas o la participación. Todos estos elementos están interrelacionados (pensemos en la importancia del medio ambiente para la salud pública) y son insustituibles y necesarios para el ejercicio del derecho fundamental a la vida —constituyendo el sentido último de los servicios públicos y de la organización política de la sociedad.
En su conocido discurso del 11 de enero de 1944, Franklin D. Roosevelt formuló las bases de un nuevo sentido de la seguridad (Second Bill of Rights) en el que tan esencial como la paz es un estándar de vida decente para los hombres, mujeres, niños y niñas de todas las naciones: estar libres del miedo está inevitablemente unido a estar libres de la necesidad (Freedom from fear is eternally linked with freedom from want). Por ello, el trabajo, la vivienda, el alimento, la atención sanitaria, la protección por desempleo, accidente o vejez, y la educación son los derechos que sustentan la seguridad y la prosperidad.
Y sin embargo, no ha de supeditarse todo a la seguridad ni ha de convertirse en el valor supremo de nuestra vida social. No debemos renunciar a la libertad, la solidaridad o la justicia en aras de una pretendida seguridad que, las más de las veces, se reduce a un mero reforzamiento de los mecanismos de vigilancia y control social, como hemos dicho antes, sin atender a la diversidad y pluralidad de sentidos que tiene el concepto de seguridad. Se ha comentado otras veces en estas páginas: lo necesario es poner cuidado para impedir, mitigar y minimizar el daño al que estamos expuestos, como seres frágiles y vulnerables, favoreciendo entornos de seguridad, ayuda y protección mutua frente a los avatares de la existencia y su desigual distribución. No en vano, “seguro” viene del latín “securus”: sin (se) preocupación (cura).