Javier Garrido, ofm
“¿Qué sabe el que no ha sufrido?”, preguntaba san Juan de la Cruz. Desde luego, de lo esencial, nada.
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Si la felicidad significa realización plena de nuestros deseos, no existe. Pero se nos da algo infinitamente más valioso:
- Conocer el amor de Dios.
- Dar sentido a todo, incluso al sufrimiento.
- Tener paz.
- Promesa de la felicidad de Dios.
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El camino es el despojo. Hay un tiempo en el que nos despojamos voluntariamente de cosas. Hay otro, más valioso, en el que la vida nos despoja. Sólo Dios nos despoja de nosotros mismos. A nuestra edad, es la hora.
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La sabiduría estriba en dar paso al señorío del amor de Dios.
Así, como suena, “señorío”:
- No puedes oponerte; te puede.
- Ante tanto amor, sólo cabe adorar y rendirse.
- Se da en la intimidad: literalmente tomado por Él.
- Se da en lo humano, porque sólo puedes dejarle hacer.
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El lector está pensando que estoy hablando de la experiencia de los místicos y de los santos. Tiene razón. Pero el cristiano lo intuye siempre, y en ocasiones lo atisba, por ejemplo:
- Cuando sufre a lo inútil.
- Cuando perdona y ama, teniendo todos los motivos para lo contrario.
- Cuando espera contra toda esperanza en una situación límite.
- Cuando celebra la Eucaristía dejándole al Señor que ame así, a lo Señor.