Anjel Mari Unzueta
Las actuales diócesis de Bilbao, San Sebastián y Vitoria cumplen ahora 70 años de vida, tras la partición de la antigua diócesis de Vitoria. Zorionak! Para la historia de una diócesis no es mucho, pero ha dado para mucho. Ya en su nacimiento confluyeron razones de carácter cultural, pastoral y político, que marcaron un parto nada fácil.
No faltaban razones pastorales. Las provincias de Gipuzkoa y Bizkaia habían adquirido un desarrollo demográfico notable, fruto del proceso de industrialización. El obispo de Vitoria era consciente de la necesidad de una mayor cercanía a sus diocesanos, cada vez más difícil de garantizar. Pero el hecho de llevarse las negociaciones y los contactos entre la Santa Sede y el Gobierno en secreto, hizo que afloraran y se consideraran prioritarias las razones de corte político.
Los intereses políticos se impusieron con la división del Seminario, considerado por el régimen como un foco de cultura nacionalista. Pocos años más tarde, quedaron más al descubierto con la creación de la provincia eclesiástica de Pamplona, a la que quedó asignada la diócesis de San Sebastián, mientras las de Vitoria y Bilbao siguieron adscritas a Burgos. Este “pecado original” pervive hoy.
El acontecimiento más decisivo para la vida de las diócesis ha venido dado, sin duda, por el Concilio Vaticano II y su recepción. La primera década posconciliar coincidió con la última de la dictadura y estuvo marcada por la tensión y la confrontación con ella. Se daba la paradoja de un régimen que se proclamaba confesional católico y no podía aceptar la letra y el espíritu de lo aprobado por la Iglesia. Las nuevas diócesis se aplicaron a la tarea de acoger el Vaticano II con su eclesiología del pueblo de Dios, solidario y dialogante con la sociedad y la cultura, y con la decidida defensa de derechos fundamentales puestos en tela de juicio por el sistema político vigente. Fueron años especialmente intensos, en los que nació y se fortaleció la coordinación entre los obispos y los diversos servicios e instituciones diocesanas.
A una fase de gran receptividad del Vaticano II, más bien corta le fue sucediendo otra, bien larga, con rasgos involutivos y restaurativos. Poco a poco, pero de modo cada vez más perceptible, fue variando la dirección del aire y se fue densificando la niebla. Creció el interés por la ortodoxia doctrinal, la reflexión teológica fue sometida a vigilancia, el gusto por la liturgia se centró en la pureza del rito, el derecho predominó sobre la doctrina social y el centralismo arrinconó la autonomía de las Iglesias locales. La comprensión de la Iglesia como pueblo de Dios se difuminó, llegando en ocasiones a estar bajo sospecha, y se retiró a los cuarteles de invierno, en espera de tiempos más favorables. No faltaron quienes quisieron sustituirla por la noción de comunión, entendida a menudo en dirección única. A nuestras diócesis se les achacaron males que era preciso corregir con una terapia adecuada. Al paciente le fueron cambiando la medicación y también, tras sucesivas jubilaciones, los médicos de cabecera, con la esperanza de reconducir a un paciente en período de convalecencia. Se ha ido reduciendo de modo importante el nivel de cooperación entre las diócesis y cada una va abordando su proceso de remodelación pastoral sin apenas comunicación o intercambio con las otras.
También en ese clima se ha ido forjando vida evangélica en nuestras Iglesias locales. Se va pasando de un tipo de cristianismo sociológico, apoyado en los números, a otro más basado en el testimonio; de una Iglesia influyente en las capas dirigentes de la sociedad a otra más preocupada por iniciativas y acciones social y evangélicamente significativas; de la preocupación por sobrevivir a la vocación de servir. No pocas comunidades religiosas han vivido procesos de refundación, profundizando y actualizando su carisma originario.
Últimamente, las corrientes de aire han adoptado nuevos rumbos, propiciados por la insólita dimisión de un papa y la irrupción de otro que con sus gestos y talante va recuperando realidades y estilos que corrían el riesgo de quedar al borde del camino. Es de esperar que esos “buenos aires” no se hagan esperar demasiado y vayan adentrándose en esta tierra. A decir verdad, ya lo van haciendo, aunque para más de uno con excesiva lentitud. La mirada agradecida a siete décadas puede dotar a la comunidad cristiana de la paciencia histórica suficiente para abordar con ánimo e ilusión los retos del presente y del futuro próximo. Se ha probado casi de todo. Toca quedarse con lo bueno.