Hasta que lleguen “los nuevos cielos y la nueva tierra”, mientras exista la Iglesia en estado de misión, no podré estar en el cielo sin mirar la tierra, tan amada por el Padre y donde Jesús vivió y murió.
Nos dice la carta a los Hebreos que Jesús vive a la derecha del Padre. Cumplió su misión en obediencia y la continúa intercediendo por nosotros.
Me consuela saber que también yo, unido a Jesús, continuaré mi misión en el cielo.
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Habré dejado sin mi apoyo a las personas que me necesitan.
Mis seres queridos: no los olvidaré allá arriba.
Pediré por aquellos a los que me costó amar.
Seré como un ángel de la guarda con aquellos a los que hice daño.
Me preocuparé por los que dejé a medio camino en su proceso de fe.
Por la Iglesia, a la que tanto amé, le diré al Señor muchas cosas.
Le recordaré al Señor sus pobres, sus preferidos.
Por los que están perdidos o se acercan al abismo
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Muchos me olvidarán. No importa.
Tendré como abogada especial a la Virgen María, madre de Jesús y madre de todos los que el Señor encomienda a mi intercesión.
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Pero mientras estoy todavía en este mundo, seguiré haciendo la voluntad del Señor con las fuerzas que me quedan. Sé que la intercesión ha de acompañarme cada día ante el Señor, el dueño de la viña y el que busca operarios.
En la vida y en la muerte somos del Señor.
Porque por esto Cristo murió y resucitó.
(Rom 14, 8-9)
El hombre llamó a su mujer «Eva», por ser ella la madre de todos los vivientes.
Y el Señor Dios hizo para el hombre y su mujer túnicas de piel y los vistió.
Se dijo Dios: ¡Resulta que el hombre ha venido a ser como uno de nosotros, en cuanto a conocer el bien y el mal! Ahora, pues, cuidado, no alargue su mano y tome también del árbol de la vida y comiendo de él viva para siempre.
Así que lo echó Dios del jardín de Edén, para que labrase el suelo de donde había sido tomado. Tras expulsar al hombre, puso delante del jardín de Edén querubines y la llama de espada vibrante, para guardar el camino del árbol de la vida (Génesis 3,20-24).
¡Qué bien comenzaba el relato mítico-sapiencial de Génesis 2-3 y qué mal acaba! Nos chirría por dentro este final chocante: el ser humano expulsado por Dios de su cercanía y del jardín de Edén. Salido de las manos amigas de Dios, acaba lejos de Él. Colocado en el jardín de Edén como señor y hermano de todos los seres, acaba arrojado del mismo. Lo suyo será habitar en un entorno arisco, ingrato, penoso.
Está dicho ya: Adán y Eva ni existieron, ni tampoco el paraíso de Edén, etc… Y elementos como “el árbol de vida”, los “querubines”…, están tomados de la cultura mesopotámica. Pero también este final mítico-simbólico expresa verdades existenciales que nos atañen:
Este mundo en que vivo no es un paraíso. Puedo vivir en él experiencias cumbre fabulosas, momentos de cielo; pero mi existencia no es idílica, segura, siempre gratificante. Mi ser y mi vida están amenazados (¡aquí tenemos al Covid-19!). Y mi entorno es áspero e ingrato.
Este mundo lo veo a menudo como abandonado por Dios: no es un espacio de vida y paz plenas. Él no reina aquí. En el fondo, soy huérfano en un mundo hostil. Huérfano de felicidad, huérfano de sentido, huérfano de presencia divina.
Mi insatisfacción me lleva, una y otra vez y de mil modos, a recurrir “al árbol de la vida”: a querer “ser como Dios”, para ser eterno y superfeliz. Pero no tengo ni derecho ni poder de ser más de lo que soy. No soy Dios; soy humano, terreno; estoy diseñado para vivir en este mundo de aquí abajo. Me lo dice la experiencia todos los días; pero me cuesta hacerme consciente de ello.
Entre Dios y el ser humano hay una barrera infranqueable. No tengo acceso a su presencia y compañía amables, ni derecho a experimentarlo como “mi Dios”, fuente de gozo y de sentido. Incluso siendo creyente, lo que siento a menudo es su lejanía, su silencio, dificultad para relacionarme con Él.
¿Romperá Dios mismo esa barrera? Puedo buscarle, desearle, querer amarle; pero solo Él puede romper toda distancia y ofrecerme su rostro y su intimidad. Si Él se asoma a mi existencia en este lugar hiriente e ingrato donde vivo (¡la biblia dice que sí!), ¿le dejaré ser Dios de vida y de relación confiada?
El autor que escribió este relato mítico alimenta esperanza en medio de todo. Lo expresa en algunos detalles:
Dios no cumple su amenaza de muerte: “si coméis, moriréis”. Los disparates que hacemos los humanos no vencen el proyecto de vida que tiene Dios.
Más aun, precisamente “la mujer” que había iniciado un camino de muerte vendrá a ser “Hava” (Eva): la viviente, la dadora de vida, la que engendra nuevos seres. En medio de fatigas y desgracias, vive el gran milagro y misterio de la maternidad. A pesar de todos los dramas y atentados contra la vida que causa y sufre el ser humano, la vida continúa, la historia prosigue: bien pronto, Adán y Eva engendrarán a sus primeros hijos, Caín y Abel (Gen 4). La última palabra no la tiene el ser humano con sus desmanes, sino Dios que sigue siendo Dios de vida y de futuro.
¡Y un precioso detalle de amor y cuidado!: el Dios creador “viste” a Adán y su mujer, cubre su desnudez. Sigue velando por ellos. Son “seres caídos”; pero siguen siendo criaturas suyas, no los abandona, los acompaña, los cuida.
Poco antes, Dios ha condenado a la serpiente (a ella sí, de manera total): no soporta que haya causado el mal al ser humano. Y pronuncia unas misteriosas palabras: “Enemistad pondré entre ti y la mujer, entre tu linaje y su linaje: él te pisará la cabeza, mientras acechas tú su calcañar” (3,15). Palabras preñadas de esperanza. Dios, venciendo el mal, recreará un mundo nuevo. Lo hará contando con esa misma mujer víctima de la serpiente, y con la descendencia nacida de ella. Se sirve de ese mismo ser humano que estropea y tuerce una y otra vez la historia. Así es la historia: tan humana por un lado, y tan divina, enderezada y recreada por Dios por otro. Es lo que viene a decir el relato mítico de Gen 2-3 y toda la biblia.
Incluso Gen 3 invita a la esperanza. Dios es digno de confianza para los que vivimos “fuera del paraíso”. La biblia, en toda su longitud, retomará este mensaje: la historia es drama, pero no es tragedia. No está libre de mil azares y avatares, ni del uso disparatado del poder y de la libertad por el ser humano, ni de las indomeñables fuerzas cósmicas. Pero Dios la conduce hacia un final, y acompaña y cuida a los seres humanos. Las célebres “tragedias griegas” terminaban en desastre. La historia humana, según la biblia, se parece más, a las “películas del Oeste”: sus tramas, llenos de incertidumbre, tensión y suspense, acaban con la victoria del bien; “el bueno”, ¡por fin!, vence a “los malos”, y logra imponer la justicia y la libertad contra la violencia.
Mi existencia en este mundo no es un paseo por un jardín sembrado de verde césped, pero tampoco es un caminar ciego por una tierra inhóspita hacia un abismo. No corre como la seda, está llena de pedruscos y tropiezos, tiene muchas curvas, está atravesada por riesgos. Mi vida tiene poco o mucho de drama; pero me acompaña un Dios de vida que endereza y rehace los caminos del ser humano. Y no es tragedia: acabará bien.
“A la mujer le dijo Dios: «Tantas haré tus fatigas cuantos sean tus embarazos:
con dolor parirás los hijos. Hacia tu marido irá tu apetencia, y él te dominará.»Al hombre le dijo: «Por haber escuchado la voz de tu mujer y comido del árbol del que yo te había prohibido comer, maldito sea el suelo por tu causa:
sacarás de él el alimento con fatiga todos los días de tu vida.Te producirá espinas y abrojos, y comerás la hierba del campo.
Comerás el pan con el sudor de tu rostro, hasta que vuelvas al suelo,
pues de él fuiste tomado. Polvo eres, y al polvo retornarás.» (Génesis 3,16-19)
“Todo es bueno, maravilloso, positivo, gratificante”: es lo primero a decir del ser humano, lo primero que dice la biblia en sus primeras páginas (Gen 2). Todo le ayuda a gozar, a realizarse, a hallar sentido a su vida: su maravilloso cuerpo y su salud, su trabajo eficiente, su atracción sexual hacia la persona del otro sexo, su intimidad desnuda con él, su ocuparse de los seres y recursos de este mundo, su entorno natural, su relación amigable con Dios…
Pero ¿no lo desmiente la vida real de cada día? ¿Es tan positiva y gratificante la experiencia que tenemos de todo? Gen 3 habla de sinsabores y heridas al vivir esas realidades:
Mi ser humano. Mi cuerpo y cada una de los billones de células es una maravilla; pero está programado para envejecer y morir. Mi corazón se siente colmado y feliz unas veces, pero insatisfecho, limitado o vacío otras. Anhelante siempre de algo más o de otra cosa.
El trabajo: ocuparme en descubrir y usar las realidades de este mundo me realiza, me gratifica, me hallo en ello. Pero tantas veces me pesa, me esclaviza, no me rinde o me rinde pagando alto precio, me fatiga física, emocional y existencialmente.
La sexualidad, mi ser hombre o mujer, es una gran fuente de felicidad compartida. Pero ¡qué reto y riesgo a la hora de vivirla!: de frustración afectiva, pérdida del primer encanto, transparencia mutua difícil, el machismo, el dominio sobre la pareja... ¿Es él/ella mi intimidad compartida o compañía difícil? Enamorarme, ¿algo tan fabuloso o una trampa en la que caes como en un lazo y lo pagas?
La maternidad es la dicha indescriptible de llevar en mi seno un nuevo ser, darlo a luz, amamantarlo, tener en mis brazos al hijo de mis entrañas, verlo crecer. ¡Pero a qué precios! Hasta el final de la vida. ¿Me merece la pena ser madre?, ¿ser padre?
La naturaleza: a veces es un “Edén”, un jardín. “Mi hermana madre tierra, que da en toda ocasión las hierbas y los frutos y flores de color, y nos sustenta y rige” (Francisco de Asís). El mundo “es un cuadro que lleva la firma de Dios”, ha dicho alguno. ¡Hermoso, lleno de colorido, belleza, fecundidad! Con todo, ¡qué lejos está de ser “un Edén”, un paraíso! ¿Es madre o madrastra hostil, con sus tsunamis y terremotos, sequías o inundaciones, pandemias…?
¿La vida? A veces la gozas como regalo, como felicidad compartida con otros humanos. Otras, te resulta carga y tristeza a soportar, responsabilidad pesada, te lleva a llorar. Junto a “días de cielo”, hay “lugares y momentos de infierno”. Y feliz o no, al final, la enfermedad y la muerte: “polvo eres y en polvo te convertirás”.
¿La inteligencia humana? Capaz de crear ciencias y tecnologías portentosas, tan útiles para nuestro bienestar. Pero ¿no “es un don envenenado?”, se pregunta el científico Yves Coppens, alarmado ante el giro que está tomando el planeta por culpa del ser humano. Creamos amenazas y catástrofes temibles: arsenales atómicos, cambio climático…
¿La libertad? Algo propio del ser humano. Con ella, elegimos hacer el bien, amar, crear vida en lugar de muerte… Pero ¡qué condicionada por mil factores, internos y externos! Cuando miro los pasos dados en mi vida, unos sabios y acertados, otros equivocados y hasta locos. Y si miro la historia de los pueblos, ¡maldita libertad, empleada como poder abusivo para realizar barbaridades!
La religión me permite vivir una relación confiada con un Ser adorable, tan cercano como que “se pasea contigo en el jardín del Edén”. ¿Por qué me nace a veces el miedo o la sospecha ante Él?; o lo experimento como rival, o juez que me pide cuentas, o un Él lejano en lugar de un Tú cercano. Tengo razones para decir que es bueno; otras, me resulta tan desconcertante, poco fiable.
Todo lo bueno, todo lo mejor de este mundo tiene su “pero”. En el ser humano y en su entorno natural. El relato mítico de Gen 2-3 es como una moneda de dos caras: una luce la imagen bella y maravillosa de todo; la otra, la estampa deficiente, estropeada, amenazante. Una cara representa la experiencia positiva y gratificante que vive el ser humano de todo; la otra, su experiencia negativa, a menudo dolorosa, incluso asesina. ¡Imposible vivir siempre una experiencia positiva y gratificante de las mismas! Todo es superbueno y maravilloso y, al mismo tiempo, nada es perfecto, nada es seguro. Todo realiza al ser humano, y todo le amenaza, le hiere, le frustra. Todo es deficiente, ambiguo, incompleto, decepcionante: da mucho de sí, pero no da todo, y acaba. Todo bueno, pero expuesto a torcerse, a deteriorarse. Todo bajo la ley del “sí, pero…”. Lo mejor está tocado de ala: está herido, y a menudo hiere. Todo lleva dentro de sí la caducidad, el límite, el sello del cambio, de la muerte.
Nuestra experiencia de la vida coincide con lo que dice la milenaria sabiduría de la biblia en sus primeras páginas. La vida y la biblia: ambas nos llevan a reconocer la existencia humana en su “cara y cruz”. Como al rosal, la constituyen flores y espinas: el gozo y la tristeza de vivir, salud y enfermedad, fortaleza y fragilidad, belleza y deterioro, vida y muerte. Las mejores experiencias están acompañadas por lo mediocre y lo gris. Lo bueno y lo mejor tiene su reverso deficiente, o envenenado, o peligroso y agresivo. ¡Qué plural y contradictoria nuestra experiencia de la existencia humana!: por una parte, “qué bello es vivir” (preciosa película de Benigni), y por otra, “¡qué difícil ser feliz!”.
¿Nos hace mal recordar esta condición humana?, ¿o nos hace bien? Nos trae a nuestra verdad y nos impide andar por la vida con los ojos vendados.
Yo estoy a la puerta y llamo.
Si alguno oye mi voz y me abre,
entraré en su casa, cenaré con él
y él conmigo.
(Ap 3,20)
¡El abrazo que se dieron en la mañana del domingo de Resurrección el Padre y el Hijo! Tan anhelado durante años, mientras el Hijo cumplía la misión y el Padre lo entregaba al mundo pecador y lo cuidaba amorosamente.
Abrazo, porque ambos son uno con el amor del Espíritu Santo. Y así, con la gloria que tenían desde antes de la creación del mundo, para toda la eternidad.
* * *
Uno de nosotros, Jesús de Nazaret, el hijo de María, el hijo de José el artesano, el profeta poderoso en palabras y obras, el que realizó lo prometido en el Antiguo Testamento, el condenado a muerte, torturado y crucificado, ha resucitado y pertenece a la Santísima Trinidad. Con Él, siendo cuerpo suyo, también yo soy abrazado por el Padre. Hijo amado, coheredero con Cristo.
Me falta morir. Me queda lo mejor.
Todavía creo y espero; pero le amo, y en ese amor ya no hay diferencia entre la tierra y el cielo, mi vida que se apaga y la eternidad ya iniciada.
* * *
La cita del Apocalipsis, que encabeza el capítulo.
Amar, por fin, al prójimo con el amor de Jesús.
Sin egoísmos, con medida sobreabundante, sin hacer acepción de personas, con entrega desinteresada…
¡Qué largo camino, con tantos tropiezos!
* * *
Una nueva humanidad, la de la ciudad perfecta, resplandeciente, sin dolor ni muerte, fraterna y justa, reconciliados los hombres y mujeres de todos los pueblos y razas, de todas las ideologías y religiones…
¡Qué comunión de amor, como el tuyo, Dios nuestro!
La Iglesia nos ofrece dos sacramentos para nuestra edad. El primero es la unción de enfermos. Todavía tienen algunos la idea de que es una especie de “puntilla”, y piden al cura que lo administre cuando el enfermo está en las últimas.
Gracias a Dios, a raíz del Concilio Vaticano II, se puede y se debe recibir en cualquier situación que nos ayude a ver la muerte en el horizonte de nuestra vida. Basta tener cierta edad y sentirse débil.
Aporta más de lo que se cree:
Sentirnos acompañados por la oración de la Iglesia. Ni en nuestra ancianidad, ni a las puertas de nuestro final, estamos solos. Tiene que ver con el bautismo, cuando invocamos a nuestros santos y recordamos a los que fueron el punto de arranque de nuestra historia cristiana. Ahora también ellos conocen el trance que nos toca vivir.
Signo eficaz que nos fortalece. El sacramento es gracia de Dios. Él toma sobre sí nuestros miedos, resistencias, tentaciones y esas dudas de fe que nos enredan y hacen sufrir. Con el Señor, de la mano, fuertemente asidos…
Nos ungen aceite en la frente, en las manos, en los pies. Nuestro cuerpo entero, nuestra persona entera con toda su historia, son acariciados por la misericordia del Señor.
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El segundo sacramento es la Eucaristía en forma de viático. Significa “alimento del camino”. Es costumbre cristiana llevar la comunión a nuestros enfermos que no pueden participar en la eucaristía de la comunidad.
Pero es su modo propio de participar en ella. La persona mayor impedida no sólo comulga; vive con Jesús su ofrenda al Padre mediante su enfermedad. Comulga para ser uno con Jesús y unirse a sus hermanos en la fe y en la oración.
Nuestro cuerpo se deteriora, pero nuestra alma y nuestro espíritu reciben la vida de Jesús resucitado.
Nos espera la muerte; pero, al comulgar, al comer su cuerpo, ya estamos resucitados con Él.
Cuando comulgamos, la muerte ya ha sido vencida.
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Jesús entra en mi casa, en mi habitación. Lo como, lo hago mío… Jesús, tan deseado. Jesús, siempre entregado.
¡Gracias, Señor, por la fe en este sacramento incomparable!