Javier Garrido, ofm
La ideología cristiana se encarga de inculcarnos que hay que amar a Dios y al prójimo, que es el primer y el único mandamiento, en el que se resumen todos los demás.
Pero la ideología se pone en crisis cuando el amor es obligación y no libera. Hay un momento en que descubres que no amas, que estás creando una imagen de ti mismo.
A nuestra edad, todavía hay cristianos que confunden el deber de hacer cosas buenas y el amor. No viven desde el corazón.
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El corazón respira con el sentimiento. Cuando uno se enamora, comienza a vivir. Cuando se tiene un hijo, o suscitas libertad, o alguien cree en Dios por tu medio, ¡qué gozo interior!
Pero si dejas de sentir cariño o simpatía, y tienes que entregarte sin ganas, te parece que tu corazón está muerto.
Hay amor cuando el otro te importa y da sentido a tu vida y, sin saber por qué ni cómo, te entregas, y te sorprende la libertad con que te olvidas de ti, y prefieres el bien del otro.
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Se ama cuando el amor da vida, la vida íntima y personal, de la que no se dispone, pero se percibe como la verdad más real del propio ser.
Surge de dentro, más allá de la ley y de la necesidad de justificarse, más allá del sentimiento psicológico del querer.
Por este amor-fuente, se sabe que la vida va por dentro.
Y se distingue muy bien cuando el corazón tiende a replegarse egocéntricamente, o cuando, a pesar de todo, “amas de verdad y con obras” (1Jn 3).
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Paradoja, signo claro del amor cristiano: el amor lo vivo yo, pero lo recibo de Dios. Se me da como fuente, pero en cuanto gracia.
Por eso, cada mañana creo en el “amor primero”, el de Dios (1Jn 4), y cada mañana lo pido.
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Condensando el himno de amor de san Pablo (1Cor 13), santa Teresa, con frase feliz dijo que:
Sin amor todo es nada