A un cristiano/a maduro humana y espiritualmente se le nota en su capacidad de discernimiento.
Se puede discernir con discurso analítico, pero también por luz interior, cuando la da el Espíritu Santo. Así que una persona sencilla puede percibir mejor la verdad que un intelectual, cuando se trata de discernir lo que atañe al sentido de la vida que nace de la fe.
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Hay que evitar dos extremos frecuentes:
Los que necesitan asegurar la fe, y para ello adoptan una actitud de defensa, incapaz de abrirse al que tiene otra religión o es agnóstico. Actitud de replegamiento, que al diferente lo siente como amenaza.
Los que necesitan estar a la moda y confunden la apertura al otro con la falta de conciencia de la propia identidad. Da lo mismo ser budista o musulmán y reducir la fe en el Dios de Jesús a una sabiduría espiritual entre otras.
Señalemos que el discernimiento que evita estos extremos no es primordialmente intelectual, sino emocional, que la persona no lo vive sólo en el tema religioso, sino también en otros aspectos de la vida.
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Nuestras reflexiones van a inspirarse en el discernimiento que el Concilio Vaticano II hizo sobre el modo de ser cristiano hoy. Dos criterios orientaron al Concilio:
La vuelta a las fuentes, es decir, al Nuevo Testamento, especialmente a Jesús y su Evangelio. Cada vez que, en su historia, la Iglesia se ha renovado, siempre lo ha hecho retomando su identidad.
La actualización del Evangelio en el contexto sociocultural que le toca vivir. Y para ello utiliza el diálogo en cuanto espíritu y en cuanto praxis. El diálogo tiene muchas dimensiones: apertura al otro en cuanto otro, capacidad de ver lo bueno en lo diferente, búsqueda de síntesis que integra la identidad propia y lo que la actualidad aporta, etc.
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Abordemos algunos ejemplos:
Sobre el individualismo actual.
Cabe juzgarlo como egocentrismo y sentirlo como amenaza; o cabe también valorarlo positivamente como promoción de la subjetividad personal, favoreciendo así una evangelización que da más importancia a la experiencia que al adoctrinamiento.
Sobre la secularidad.
Cabe juzgarla como negación de Dios, o como plataforma privilegiada para una relación con Dios, que libera de la necesidad y posibilita percibir a Dios como autodonación libre.
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Que el lector/a discierna en su propia conciencia.
Os cuento mi historia, según la leyenda de Génesis 4 (os recomiendo leerla en una biblia). Mi nacimiento fue buena noticia para mis padres, Adán y Eva. Habían sido expulsados del jardín del Edén, condenados a llevar una vida penosa. Pero Dios, siempre fuente de vida, seguía contando con ellos; y les concedió tener un hijo: ¡una gran alegría para ellos! Después, vino mi hermano Abel. De nuevo, su alegría de ser padre y madre. Los que sois padres sabéis lo que es eso para el corazón humano.
“Te acecha una fiera”
Éramos, pues, dos hermanos, hijos del mismo amor y de la misma sangre. Fuimos creciendo. Y tomamos caminos diferentes: yo me dediqué a cultivar la tierra, me hice agricultor; mi hermano Abel se hizo pastor, dedicado a pastorear rebaños. Algo normal: los hijos de una familia toman caminos diferentes. Representábamos dos modos de vida rivales, dos modos de pensar y de vivir las realidades de la vida. Ni siquiera la religión nos unía: él, su altar y sus ofrendas del rebaño; yo, mi altar y mis ofrendas del campo. Dos mundos diferentes y enfrentados: ha sucedido tantas veces en la historia entre agricultores y pastores, campesinos y urbanitas, los bien situados y los inmigrantes.
Debo confesarlo: tomé ojeriza a mi hermano Abel, porque le iba muy bien. Pensé que Dios le bendecía, y como que yo le importaba un comino a Dios. La ojeriza se tornó envidia, rencor y celos mortales. Me recomían por dentro. Ya no era yo; andaba “enfurecido y cabizbajo”. Lo que vives intensamente por dentro (alegría, tristeza, ira, rabia…) lo muestras hasta en tu físico. Dios me lo advirtió: “¿por qué andas enfurecido y cabizbajo? Algo se ha torcido en ti. Como si una fiera te acosara desde dentro de ti mismo: te empuja a hacer el mal. Si quieres, puedes dominar esa fiera”.
A Dios le interesaban mi persona y mi conducta. Por eso me alertaba, como diciéndome: no te dejes vencer por esa fiera; no le des cabida, hazle frente; te descentra y saca lo peor de ti; no te deja ser tú mismo; recapacita, te estás haciendo mal a ti mismo, se te nota hasta en tu cara; ponte a sacar lo bueno de ti; Abel es hermano tuyo... Dios apelaba a mi responsabilidad y a mi sentimiento de fraternidad. Quería tocar mi interior, ese lugar donde se juega todo, el lugar de donde nos brota lo mejor y lo peor.
Pero yo no pude ya dominar el odio que me carcomía por dentro. Tendí una trampa a mi hermano Abel. Lo invité al campo. Una vez allí, me lancé contra él, y lo maté.
“Dónde está tu hermano”
Lo que hice con Abel me dejó con el corazón hecho trizas. Los seres humanos somos diferentes de los animales: todo lo que hacemos, arrastrados a menudo por nuestro mundo emocional trastornado, lleva carga moral y sicológica. ¡Y si has atentado contra tu propio hermano…! Me salió al paso Dios, preguntándome:
“¿Dónde está tu hermano?
Yo respondí: No lo sé. ¿Soy yo acaso el guardián de mi hermano?
Dios me replicó: ¿qué es lo que has hecho? La sangre de tu hermano me grita desde la tierra. Por eso, te maldice esa tierra que encierra la sangre de tu hermano… No te dará sus frutos. Y serás un forajido vagando huido por la tierra”.
“Dónde está tu hermano”, “qué es lo que has hecho”: ¡qué dos preguntas! Yo quise escabullirme: “no sé nada de mi hermano”. Y rematé la cosa diciendo: yo no soy responsable de mi hermano, ni de cómo le vayan las cosas en su vida. Pero Dios me pedía cuentas por la vida de Abel, víctima inocente de mi envidia. Tenía razón; si no, no sería Dios de vida y de justicia. Peor aun, nunca me hubiera enterado de que a Dios le importamos los humanos y sufre por un inocente injustamente eliminado. Además, yo corría peligro de apagar mi conciencia: lo peor que puede suceder a un ser humano. Dios quería despertar mi conciencia del bien y del mal.
Derramando la sangre de “mi hermano” sobre “la tierra”, había derramado mi propia sangre. Su sangre, símbolo de la vida, clamaba desde la tierra hasta el corazón de Dios. Había obrado a pesar de su advertencia. Con razón me condenaba ahora: “te maldice esta tierra…; aunque la cultives, no te dará sus frutos; y serás un forajido forzado a vivir huyendo por la tierra”. Me sentí derrumbado. Mi fechoría había horrorizado profundamente a Dios. Y espantado por el castigo, más bien que arrepentido por el crimen, me salió decir: “mi culpa es demasiado grande para soportarla; Tú me echas de este suelo, y tengo que esconderme de tu vista; seré un fugitivo vagabundo, huyendo de todos; y el que me encuentre, me matará”.
Me esperaba un vivir sin reposo ni paz en este mundo. Sería un indeseable, acosado, errante en tierra hostil, y atormentado por mi propia conciencia. Y cualquier otro ser humano que me hallara, me mataría. Lo peor, me veía condenado a vivir sin Dios, sin experimentar su rostro y su protección. Mi maldad había roto todas las solidaridades que vive el ser humano en este mundo: con la tierra, con los demás seres humanos, conmigo mismo, con Dios. En un país extraño, sin familia y sin Dios, llevaría una vida calamitosa.
La vida por encima de todo
Dios es siempre sorprendente: incluso cuando condena, es misericordioso. Su condena no era su última palabra. Mi vida, la de un criminal, era vida creada por Él; y por ello, sagrada, valiosa, tan valiosa como la de mi hermano Abel. No quería dejarme desamparado y expuesto. Por eso, me protegía de mí mismo: de mis juicios culpabilizadores (“mi culpa es demasiado grande para soportarla”); y me protegía de mis temores a hombres justicieros (“el que me encuentre, me matará”).
Para salvarme, “me puso una marca para que, quien me encontrara, no me matara”. Viviría en un mundo hostil y amenazante. Pero era portador de un signo de Dios que me protegía. Dios no quería que a mi violencia se respondiera con una espiral de violencia salvaje. Más aun, quería incluso contar conmigo, para que continuara la historia del ser humano en este mundo. Esa historia había tomado mal rumbo desde el principio, con Adán y Eva; y ahora continuaba teniéndolo conmigo. Pero seguía siendo obra suya: cada vez que los humanos estropeáramos y torciéramos la historia, Dios trataría de enderezarla. Donde los humanos ponemos muerte, Dios pone vida y futuro. Donde cerramos puertas, Él abre nuevas. Cuando escribimos mal un capítulo de la vida, Él nos llama a escribir otro.
Y así fue. Fui a vivir “al país de Nod”, tierra inhóspita. Mi vida no sería camino de rosas. Pero Dios me concedía nueva oportunidad para rehacer mi vida. Me uní a una mujer, que engendró y me dio un hijo. Tras él, vinieron nietos, biznietos... Mi vida se multiplicaba, la historia de la humanidad proseguía, pese a sus inicios desastrosos. Más aun, gracias a mí y a mis descendientes, fue naciendo en el mundo eso que hace posible el progreso y la cultura: las artes, la música, la industria, la economía pastoril y la agrícola. Con toda su ambigüedad y riesgo de deterioro, nacía la civilización.
Muchos Caín, muchos Abel
Yo había torcido la historia. Y había iniciado una línea de personas de mal. Después de mí, ¡cuántos “cainitas” en la humanidad! Son muchos los que se han dejado llevar por una envidia no domada, por una egolatría incapaz de empatía y bondad. Muchos los que ejercen la violencia, el poder arbitrario, el asesinato, la venganza ciega… Entre mis descendientes próximos, hubo uno terrible: Lamek. No perdonaba, se vengaba hasta por un rasguño que le hicieran. Su programa de vida social suena atroz: “por una herida, mataré a un hombre; por un golpe, a un niño; y si a Caín se le venga siete veces, a mí, Lamek, se me vengará setenta veces siete”.
Mi “historia de Caín” y la de Lamek pueden tener mucho de leyenda. Pero ¡qué real en la historia de las familias y de los pueblos! ¡Las barbaridades que ha hecho y hace la locura humana, “la fiera” que llevamos dentro! ¿No recordáis algunas? Cuando lees la historia de Israel en la biblia o la historia de los pueblos, las ves cuajadas de personajes siniestros.
Con todo, frente a estos personajes que tuercen y estropean la historia humana, hubo (y hay) otros que representan la línea del bien. Dios tuvo un detalle con mis padres Adán y Eva. Habían perdido a uno de sus hijos, a manos del otro hijo. ¡Algo terrible para todo padre y toda madre! Dios se lo compensó: les dio otro hijo, Set, para consuelo suyo, para llenar el vacío dejado por Abel. Con Set y sus descendientes se reiniciaba una línea de personas de bien, como Abel; comenzaba de nuevo una “historia según Dios”: una historia más limpia que la mía y la de mis descendientes.
Ha habido (y hay) muchos “Abel” en la historia: personas de bien, expuestas a la violencia, al odio y a los abusos de los violentos. Como que Dios mismo no los puede salvar de la ira y egoísmo de los segundos. ¡Respeta tanto la libertad humana…! Pero, al mismo tiempo, se sirve de ellos para recomponer, enderezar y reconducir la historia. Por ello, frente a Caín, Abel; frente a Lamek, Set y sus descendientes. Así sucedería después de ellos, con personas de bien como Noé, Abrahán… y sigue sucediendo.
De todo se aprende
Yo, Caín, no tengo derecho a decir media palabra a nadie. Pero ¿me permitís sugeriros unas reflexiones? Me nacen del corazón, a partir precisamente de mi lamentable “historia de Caín”.
No sé qué diablos, como una “fiera”, llevamos los humanos dentro. Toma muchas formas. En mí tomó la forma de envidia y odio hasta la muerte… ¿Qué forma en otros?
¿Por qué el bien del otro tiene que despertar en mí envidia, celos, disgusto, dureza de corazón, agresividad y violencia?
Nuestro interior es capaz de lo mejor, y capaz de lo peor. Pero nos dejamos arrastrar por las fuerzas oscuras que nos habitan. Yo no cuidé mis sentimientos, ¡e hice lo que hice!
Seas quien seas y hayas hecho lo que hayas hecho, no huyas de lo profundo de ti mismo. Da lugar a tu sensibilidad humana y a tu conciencia ética… ¡y a la voz de Dios que os habla de mil maneras!
No huyas de Dios, aunque te tome cuentas. Perderías mucho. Mi caso te dice que sigue queriendo ser tu Dios, ¡Dios de vida! Por eso te sale al paso. Un Dios dolido: lo que has hecho con tu hermano le hiere; si no, no sería Dios justo. Comienza por reprocharte. No te amaría si no te pidiera cuentas, si no te mostrara su dolor. Pero te hace saber que sigue siendo tu Dios, Dios de futuro. No quiere tu muerte. En medio de tus fechorías (y de las de otros), te abre un camino a recorrer. Bueno para ti, bueno para todos.
Eso es Dios: endereza la historia humana, la reconduce, abre caminos de futuro. Lo hizo con mis padres Adán y Eva. Lo hacía conmigo… ¡y a lo largo de la historia de Israel! Lo intentaría sobre todo con Jesús de Nazaret.
Dios quiere sanar nuestro interior trastornado, y hacernos responsables del otro ser humano. Pero respeta nuestra libertad: a su pesar, hacemos barbaridades contra nuestros “hermanos” y contra la “hermana tierra”.
Toda la vida me la pasé con esas dos preguntas: “dónde está tu hermano”, y “qué es lo que has hecho”. Deberían resonar en el corazón de todo hombre y mujer. Y en toda institución, en todo pueblo. Los seres humanos y los pueblos aprenderían a ser más hermanos.
Y un detalle para los que sois cristianos… La sangre derramada de mi hermano Abel reclamaba justicia. La sangre derramada de Jesús de Nazaret pide y significa perdón.
Según la biblia, Gen 3, Adán y Eva, buscando “ser como Dios”, habrían cometido “el primer pecado”, comiendo del fruto del árbol. Y lo habrían pagado caro: expulsados del paraíso, habrían perdido las condiciones de una existencia superfeliz, y comenzado a experimentar la vergüenza, la culpabilidad, las numerosas penas de la vida humana, las inquietudes del corazón, el miedo a Dios… Todo ello está inventado; pero, en lenguaje mítico-simbólico, ¡cuánto dice sobre esta personita compleja que somos cada uno!
El “pecado original” de Adán y Eva estaría en el origen de nuestro “pecado original” y de todos nuestros males: un corazón frágil que se inquieta, sufre y falla; un cuerpo que nace llorando y sangrante, y enferma, envejece, muere; condiciones de vida penosas… ¿“Pecado original”? A muchos rechina esta expresión secular de la iglesia. Con razón; es una expresión desacertada; pero ¿hay acaso una cosa más evidente? Hasta un reconocido filósofo agnóstico, M. Horkheimer, reconoce: “El pecado original no es un dogma religioso, sino una verdad elemental de experiencia”. No es pecado en sentido moral; es una innegable verdad antropológica y existencial: una experiencia humana vivida, de mil formas, por todos los humanos.
Lo que dice la biblia, Gen 3, coincide con lo que dice la experiencia. ¡Qué confesiones, hechas con gran dosis de sinceridad, en boca de personas!:
“El mundo está mal diseñado por Dios. Y el hombre está igualmente mal diseñado. Yo hubiera hecho diferente las cosas” (en tono irritado, José Luis N.,).
“Dios ha hecho una chapuza conmigo” (Dani N., dolido por su homosexualidad).
“Llevo un yo asesino en mi zona oscura, un violento capaz de agredir” (Juan M.).
“No acabo de comprenderme... El querer el bien está a mi alcance, pero el hacerlo no. Pues no hago el bien que quiero, sino el mal que aborrezco…” (Pablo de Tarso, Rom 7,14ss).
“Nada más falso y enfermo que el corazón humano: ¿quién lo entenderá? (profeta Jeremías, 17,9).
Cuando ves por los medios de comunicación de qué somos capaces de hacer, uno dice: pero ¿de qué “pasta humana” estamos hechos? Somos capaces de lo peor.
“¡La bestia que llevamos dentro…!” (Espinel, hacia 2010, escritor argentino, tras investigar, al frente de la “comisión de la verdad”, los crímenes de la dictadura militar. ¿Quién puede decir que no torturaría a otros humanos, puesto en las mismas circunstancias?
"Soy un desastre de persona”; “soy una mediocridad”; “¡qué poca cosa soy!”; “me gustaría ser diferente de lo que soy”.
La vida da mucho de sí; ¿no podría dar más?; al fin, te desengaña.
No solo hay hombres y mujeres sin conciencia ni sensibilidad, rebosando egoísmo, violencia, o empujados por la codicia, la venganza, un egoísmo subido, el narcisismo… Si miro los pliegues de mi interior, no puedo menos de confesar mis “sombras” (Karl Jung), zonas oscuras que me habitan, pequeñas o grandes. Mi “pecado original”: ese con el que nacemos todos. “En la culpa nací; pecador me concibió mi madre”, ora un judío (salmo 51). Me chirría esta afirmación; pero ¿no es mi experiencia existencial? Me descubre algo de mí mismo. Mis padres han podido querer traerme a la vida en un acto de amor, darme lo mejor de este mundo, educarme en la libertad, en la honradez, en el amor, en el disfrute… Pero ¡soy lo que soy!
Este cuerpo mío es maravilloso, ¡un milagro de la naturaleza!: lo es cada uno de sus billones de células. Pero no podré ahorrarle el vivir sometido a necesidades y leyes biológicas, la enfermedad, el cansancio, la reducción, al final, la muerte.
Me encuentro con mi corazón, la dimensión interior y espiritual de mi persona: es capaz de pensar, preguntar y soñar, amar y ser amado, sentirse feliz… Pero también llora, desfallece, se hace preguntas inquietantes, vive frustraciones afectivas, dificultades para amar y hacerse amar, para ser honrado.
A menudo me habitan el desánimo, la impotencia y la torpeza para lo bueno y justo, la dificultad para vivir la esperanza y la confianza en mí mismo, mil contradicciones conmigo mismo… ¡Complejo y contradictorio mi mundo emocional, afectivo, existencial!
Y difícilmente escapo de buscarme a mí mismo, de “mi Narciso”, de la envidia y del afán de poseer más y más, de la agresividad, de miedos de la vida que me impiden ser libre y generoso, de mis mecanismos de defensa…
El “pecado original”: ¡ese lado oscuro y problemático de mi persona! Con desenfado, lo define un autor inglés: es “la propensión a cagarla”, incluso cuando tengo la mejor intención. Es mi capacidad de “estropear lo bueno” de mí mismo: no puedo evitar a menudo un uso egoísta y abusivo de mi libertad, de mi inteligencia, de mi afectividad y sexualidad, de mis recursos… En su explicación última, “el pecado original” es mi condición humana: “no soy Dios”; soy un ser de barro: admirable en toda mi persona, cuerpo y alma; pero limitado, contingente, vulnerable, deficiente y deficitario; como tal, quisiera “ser como Dios” como sea, por caminos míos, como Adán y Eva; y en ese intento, lo estropeo lo que Dios me ha dado. Todo ello desde el seno de mi madre: por el solo hecho de venir a este mundo.
Te llega al corazón la confesión de una mujer escritora, cuyo nombre no recuerdo: “Todas las mujeres llevamos dentro una potencial prostituta y una potencial asesina de nuestros hijos; pero llevamos también una potencial poetisa, una potencial enamorada, una potencial esposa tierna, una potencial madre amorosa... ¿Quién sacará de nosotras lo mejor que anida en nosotras?”. Todo varón veraz consigo haría la misma confesión y la misma pregunta. Debo ponerme a sacar lo mejor de mí. Y me lo sacan esas personas que me conocen y me quieren. ¿No es lo que pretende Dios conmigo y con cada hombre y mujer? Lo pretendió con el pueblo de Israel: es lo que quiere decir la biblia judía. Y lo pretendió Jesús de Nazaret con los hombres y mujeres de su tiempo. Lo pretende con cada ser humano: por una parte, liberarlo, sanarlo, “redimirlo” de su ser prisionero de oscuras fuerzas mayores, y por otra, sacar lo mejor de cada uno y llevarlo más allá de sí.
Iniciamos una serie de reflexiones teniendo como tema de fondo: Ser cristiano hoy.
Cualquiera que toma en serio su fe, si no adopta la táctica del avestruz, ocultar la cabeza bajo tierra para no ver la realidad, reconoce los desafíos que el contexto actual provoca a su ser cristiano.
Y sin duda, se ha hecho o se está haciendo una opinión personal sobre el tema.
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Comparando con otras épocas, el panorama actual del cristianismo se ha encontrado con cambios inesperados e incluso radicales. Digamos algo:
En la sociedad y en la cultura y en la organización del mundo ya no cuenta Dios, ni las instancias que antes garantizaban la presencia de Dios: el clero, la escuela, los templos…
Al cambiar las costumbres, los criterios éticos no se nutren de normas preestablecidas. Basta pensar en los roles del varón y de la mujer, en las relaciones sexuales, en el modo de concebir la justicia social… ¿Qué tiene que ver una sociedad rural y la nuestra, ideológicamente tan plural e invadida por los medios de comunicación?
Hemos pasado de épocas de penuria en lo económico a épocas de abundancia (aunque todavía la brecha entre ricos y pobres es indignante). Así que el consumo es nuestro modo normal de vivir y satisfacer necesidades.
El individuo tiene una conciencia nueva de sí mismo. No es parte de un todo. Lo decisivo es la autorrealización y la capacidad de tomar decisiones sin restricción alguna en lo que atañe a elegir lo que uno quiere hacer con su vida.
Y como fenómeno global: el antropocentrismo secular. La medida de lo real es el hombre, no Dios ni las religiones. Aquí, en España, hay que añadir la reacción defensiva (y con frecuencia, agresiva) contra el nacional catolicismo que caracterizó la dictadura.
Así que hemos pasado, dicho simplificando, de la cristiandad a un cristianismo de minorías. ¿Minorías cultivadas o minorías residuales? El futuro de la Iglesia está altamente problematizado especialmente en lo que llamamos el Occidente.
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El lector/a ha vivido, sin duda, y además en pocos años, estos cambios. Convendrá que se pregunte: ¿He sufrido en mi fe las consecuencias de estos cambios? ¿Cuál ha sido mi actitud: de defensa o de apertura? ¿Me ha ayudado a madurar humana y espiritualmente?
Difícilmente olvidaremos este año 2020. Ha sido un año raro, difícil, doloroso. Año de hospitales y clínicas, de contagios, el año de los sanitarios y sanitarias (¡gracias, muchísimas gracias, sanitarios/as!); el año también del descalabro económico, año de cierres de negocios y de empresas. Año también de las siglas: Covid-19, UCI, ERTE, PCR, EPI, LABI… Año, casi a última hora, de alguna esperanza: porque a lo mejor para comienzos del nuevo año o, en todo caso, para la primavera próxima, habrá una vacuna para el Covid-19…
Y en esas llega de nuevo la navidad, esa gran fiesta que cada año todos esperamos con ilusión, la fiesta del encuentro, el encuentro con el Dios Niño salvador, el encuentro de las familias, la fiesta de la ilusión de los niños, la fiesta que Francisco de Asís inventó para revivir el amor y la ternura de Dios con el nuevo Belén en Greccio (Italia) en 1223….
Y la pregunta que ya desde hace tiempo está en el aire es ¿cómo podremos celebrar la navidad este año? Aunque nos gustaría que pudiera ser como la de otros años, a estas alturas muchos temen que este año no habrá navidad o, al menos, no será como la de otros años.
Y va a ser verdad aquello de: “no hay mal que por bien no venga”. Porque la situación que estamos atravesando nos está obligando a abrir los ojos y revisar nuestro tren de vida a veces alocado, a poner orden en nuestra cabeza y en nuestro corazón; este tiempo nos está obligando a quedar dentro, en casa y valorar lo que hay en ella. Va a ser que esta situación nos va a dar la ocasión de vivir la navidad de otra forma y no necesariamente peor que la de otros años, sino incluso mejor.
Este año, la Navidad será dentro, como lo fue al comienzo. Todo comenzó dentro, en una gruta en Belén y más tarde siguió también dentro, en Greccio (Italia) con Francisco de Asís. De dentro sale siempre lo mejor. Esta situación nos va a hacer el favor de tener que mirar no hacia fuera, sino hacia dentro de cada uno para encontrarnos con nosotros mismos, porque a menudo deseamos el encuentro con los demás, pero huimos del encuentro con nosotros mismos, con nuestra verdad; quedar dentro nos llevará también a encontrarnos con lo mejor de nuestras familias para sencillamente estar con ellas y gozar en ellas; quedar dentro nos posibilitará, porque tendremos mucho tiempo, enfrentarnos y dialogar con nuestra historia, con sus aciertos y seguramente también con algunos desaciertos.
Cuentan las crónicas franciscanas que San Francisco de Asís “quería que en Navidad los ricos den de comer en abundancia a los pobres y hambrientos”(2Cel 200). Por eso, tan beneficioso como quedar dentro, en casa, sería meter en casa o entrar dentro del otro, dentro del que le tienes al lado, dentro del que sufre, del que llora amargamente la ausencia de un ser querido, dentro del inmigrante que llega en busca de una vida mejor; dentro del solitario que no encuentra compañía; entrar dentro del encarcelado, del sediento, del buscador de “algo más”
Para los que nos llamamos cristianos, celebrar la navidad dentro, en casa o dentro del que padece, nos dará la ocasión de centrar la mirada y admirar, adorar y agradecer a ese Dios que se hace niño débil y pobre para curar nuestras heridas y para abrirnos un camino de esperanza hacia una nueva humanidad.
Este año la navidad no se juega fuera, en la calle, en los comercios, en los largos viajes a islas de encanto, sino, como debió ser desde el comienzo, dentro, en casa, en familia, en el calor del hogar. Este año, la navidad se juega en quedar en casa, dentro, en traer al recuerdo y estar con quien se nos fue de forma inesperada, traer a casa al alejado, en dar cabida al que no tiene dónde pasar la noche, en acoger a ese “inmigrante invisible y anónimo” que está también dentro de cada uno de nosotros.
Y así, estando dentro, sin ruidos, centrados en lo importante, resonará más y mejor la voz del ángel: “¡Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz!” Porque la alegría, la esperanza y la paz no dependen de la cantidad de alcohol que consumimos ni de multiplicar los números de la cuenta corriente. Como siempre, en las cuestiones de fondo, la alegría y la felicidad vienen de cerca, de cada uno, del encuentro, de entrar dentro del que está al lado.
Esta navidad es una invitación a quedar y entrar adentro, al fondo; a agacharse hasta donde está el Niño y mirar y admirar el misterio que su vida encierra: allí es donde está la vida y resuena con fuerza la enorme dignidad de los hijos e hijas de Dios. Será una navidad diferente, pero seguramente mejor, más auténtica y, así lo espero, más gozosa y duradera.
¡Te deseo feliz navidad, hermano/a!