Después pensó Dios: No es bueno que el hombre esté solo; voy a proporcionarle una ayuda adecuada.
Y formó de la tierra toda clase de animales del campo y aves del cielo, y se los presentó al hombre para ver cómo los iba a llamar; todos los seres vivos llevarían el nombre que él les diera. Y el hombre fue poniendo nombre a todos los ganados, a todas las aves del cielo, a todas las bestias salvajes, pero no encontró una ayuda adecuada para sí (Génesis 2,19-20)
Nacido en este mundo, ¿dónde me encontraré a mí mismo para ser feliz?, ¿qué experiencias nos realizan a los humanos? Preguntas existenciales serias. El autor de este segundo relato de creación (tan diferente de Gen 1), había representado a Dios como “alfarero” y “jardinero”. Ahora lo pone como “sicólogo”, haciendo una observación capital: el ser humano no halla su camino de felicidad en la soledad. Observación muy sabia: nos la confirman la vida y nuestro corazón (y las ciencias humanas: antropología, sicología). Nos realizamos en compañía. Pero no cualquiera; solo una “compañía adecuada” puede llenar mi soledad, colmar mi vacío.
“Dios formó toda clase de animales y aves, y se los presentó al hombre para ver cómo los iba a llamar…”. ¡Cuánto dice esta afirmación audaz, de enorme envergadura antropológica. “Se los presentó”, como diciéndole: ahí los tienes, te los confío, están a tu disposición, a ver qué haces con ellos. ¡Dios fiándose del ser humano! Una afirmación extraordinaria de la dignidad, autonomía y responsabilidad del ser humano. Creo que no hay otra religión, además de la bíblica, que se haya atrevido a hacer semejante declaración sobre el ser humano.
He ahí, presentados los animales y aves, en sus innumerables variedades, a los ojos maravillados del ser humano. “Los seres vivientes”: han sido (y son) su primera y más próxima compañía. Son la primera sorpresa preparada por Dios: el ser humano los ha mirado con curiosidad y admiración crecientes. Convivimos con ellos, algo singular nos une a los mismos. En la cultura moderna han venido a ser “animales de compañía” para muchos. ¿Pero nos bastan?, ¿no nos espera una sorpresa mayor? ¿Una compañía más adecuada, más próxima?
Una primera ocupación del ser humano ha sido (y es) “llamar, poner un nombre” a los seres vivientes. Expresión rica en sugerencias. Denota algo admirable: la vocación innata de los humanos de todos los tiempos a conocer todo lo que coexiste con nosotros: todos los seres, vivientes y no vivientes. Observarlos, admirarlos, reconocer lo que son y para qué nos pueden servir, crear el lenguaje (científico y técnico) para llamarlos, ponerlos a su servicio. “El adán poniendo nombre” significa la larga y asombrosa historia de las ciencias (“esto es”, “esto se llamará…”), y de las tecnologías (“esto nos servirá para…”). Fabulosa tarea, encomendada por Dios al ser humano. Preciosas canciones religiosas lo confiesan: “Crece cada día entre sus manos la obra de Tus manos”; “Tú te regocijas, oh Dios, y Tú prolongas en sus pequeñas manos tus manos poderosas; y estáis de cuerpo entero, los dos así creando, los dos así velando por las cosas”.
Desde los albores de la historia, he ahí el ser humano “poniendo nombres”. Haciendo ejercicio de su fabulosa inteligencia y de su libertad creadora. Con todo, en ello precisamente, vive una frustración: en sus más gratas experiencias con los demás seres, “no encontró una ayuda adecuada a él, una compañía digna de él”. ¡Toda una confesión! Convive con los demás seres; vive cierta comunión con ellos; pero no le bastan: no son de su nivel de ser, sentir, pensar. ¡Imposible vivir una comunión total con ellos!
A lo largo de centenares de miles de años, el ser humano se ha ocupado (y nos ocupamos como nunca) de los seres y energías de este mundo; ha creado mil profesiones. En ello desplegamos lo mejor de nuestra inteligencia y creatividad. Son una gran fuente de satisfacción y realización. Pero no me basta ocuparme de los seres o ser el mejor agricultor, zoólogo, ingeniero, informático..., si no hallo ese otro ser de mi talla humana, con el que vivir una comunión total. “El hombre se realiza a sí mismo en el encuentro amoroso con la mujer” (y viceversa). El amor de un hombre o una mujer me realiza más que el mayor éxito profesional (lo confesó el Premio Nóbel Severo Ochoa, al morírsele su esposa Carmen: sin ella, la vida ya no tenía sentido, a pesar de seguir profesionalmente muy activo y reconocido).
Ciencias, tecnologías, profesiones exitosas, niveles y oportunidades de vida envidiables… no le dan para encontrarse plenamente a sí mismo. No escapa de experimentar la frustración y el vacío. De niño y adolescente vive mil experiencias propias de esa edad: relación con sus padres, con amigos, estudios… Llega un momento en que su corazón le reclama encontrarse consigo mismo/a en un “encuentro especial con un ser especial”. ¡Por fin, la verdadera sorpresa, preparada por Dios para el ser humano! La mejor, la que más lo realiza. Nada como el amor de una mujer o de un hombre para llegar a ser lo que le falta y llenar su soledad.
Las ciencias y las tecnologías nos crean progreso. Una profesión nos aporta éxito, dinero, status e imagen social, nivel de bienestar… ¿Suficiente? Lo que dice la biblia es una acerada crítica contra todo hombre o mujer moderno que sobrevalora su trabajo, o su coche, o su perfume, o su estampa social… como más importante que el amor de los suyos. Anhelar y hallar un “tú” humano es más vital que ocuparse de los demás seres de este mundo. El gerente de una multinacional de cien mil empleados puede sentirse exitoso; pero lo mejor que puede hacer es dejarse amar por su mujer y los suyos y amarlos: ¡lo más sabio y colmante! El ser humano es más que inteligencia racional para investigar y organizar este mundo, más que brazos para trabajar, más que pies para correr. Es, ante todo, corazón y relación honda. “No es bueno que el hombre esté solo; voy a proporcionarle una ayuda adecuada”, un ser nuevo y singular para él.
No me basta realizarme a nivel de tareas, de seguridad económica con bien surtida cuenta corriente en el banco, de envidiable estampa social… ¡Más importante ser amado/a que ser admirado/a, que ser triunfante, que ser poderoso. Más humano realizarme en comunión con otro “yo” que con un “algo” (máquinas, tareas…). ¡He ahí mi corazón, creado para vivir una comunión total con un tú!
El Señor Dios plantó un huerto en Edén; en él puso al hombre que había formado. E hizo brotar del suelo toda clase de árboles hermosos de ver, y buenos para comer, así como el árbol de la vida en medio del huerto, y el árbol del conocimiento del bien y del mal…
El Señor Dios tomó al hombre y lo puso en el huerto de Edén, para que lo cultivara y lo cuidara (Génesis 2,8-15).
Ha sido este mundo alguna vez un “paraíso” para los seres humanos? La biblia comienza poniéndolo al inicio de la historia de la humanidad, Adán y Eva viviendo en el mismo. Está inventado, se trata de un “relato mítico-simbólico”. No tiene valor histórico alguno; pero “da que pensar”: para eso sirve el mito. Contiene dos imágenes simbólicas que nos hacen conscientes de dos experiencias nuestras.
Después que “lo formó”, “Dios plantó un huerto en Edén, tomó al ser humano y lo puso en el huerto…”. Antes el autor de nuestro mito había presentado a Dios como “el alfarero del hombre”. Ahora, como jardinero plantando un “jardín” para él. Un Dios volcado hacia su criatura: lo quiere, al mismo tiempo, feliz y responsable de su hábitat. La tierra forma parte de nuestra condición humana. Hombre y tierra se hallan en mutua interacción. La trabajamos y nos devuelve: es nuestra “hermana-madre tierra que da en toda ocasión las hierbas y los frutos y flores de color y nos sustenta”, nos dirá Francisco de Asís, poeta y creyente al mismo tiempo. ¡Si los humanos, tan modernos y creídos, nos enteráramos de ello…!
“Árboles hermosos de ver y buenos para comer”. Lo que existe en este mundo nos permite vivir dos experiencias muy gratificantes: lo bello para satisfacer nuestra dimensión estética a través de los ojos; lo bueno, nuestra necesidad de un comer placentero. El “mito o cuento” comienza por presentar la tierra como un “paraíso”: fecundo, abundoso, gratificante, apetecible atrayente a nuestros ojos admirativos. Y en el mismo, un cuidador humano ideal, viviendo una existencia paradisíaca. ¿Pero es así este mundo? La realidad lo desmiente; nunca ha sido la tierra un paraíso, ni el ser humano, un cuidador ideal, ni su vida, tan idílica: sin trabajo penoso, sin sequías ni tsunamis, sin abusos ni violencia humana, sin enfermedades y sin muerte... Con todo, una vez más, ¡cuánto sugiere y significa este símbolo del “paraíso”!
“El paraíso del Edén” no está fuera del ser humano; está en su corazón. Simboliza nuestro sueño inapagable: el ser humano de todos los tiempos, deseando vivir una existencia enteramente feliz, gratificada, sin sombras ni amenaza alguna. Tratando de crear y habitar un espacio ideal, sin sufrimiento, sin atentado alguno a su necesidad de felicidad colmada. “El paraíso” representa nuestra “dimensión utópica”: nuestro anhelo nunca realizado de un mundo ideal en que todo sea absoluta y únicamente bueno, gratificante, colmante. Por eso, la historia de la humanidad ha sido una “historia de utopías”. El marxismo es el que más ha prometido realizarla, ¡con qué resultados!
“El paraíso” simboliza asimismo una existencia reconciliada, en armonía interior y exterior. Sin ansiedades ni conflicto alguno conmigo mismo, en comunión fraternal con todo y con todos los demás seres. En compañía familiar incluso con Dios: un Dios cercano y amigo que se pasea en mi mismo jardín. ¿Dónde y cuándo esa vida en armonía colmada? Mientras no llegue, “el paraíso del Edén” simboliza esos pequeños “cielos” que disfruta el ser humano de mil maneras en este mundo: “he vivido un año feliz, como en un cielo”, confiesa Ainhoa P. No todo es arisco y amenazante en este mundo; hay “lugares paradisíacos”; se viven “momentos celestiales”: con la pareja, en la familia, con los amigos, en tu corazón, ¡y con Dios cuando te muestra su rostro y se pasea en tu mismo jardín!
Esos momentos te hacen barruntar un “cielo”. ¿Es mero sueño humano?, ¿o es (además) mi destino último?, ¿mi condición humana última y eterna, colmada y colmante, sin dolor, ni llanto, ni desarmonía, ni muerte, pensada por Dios para un más allá? ¿Es una utopía que siempre defrauda porque nunca se realiza, o es un plan proyectado por Dios para nosotros, sus criaturas? Con esta pregunta se abre la primera página de la biblia. “El paraíso” no está al principio de la historia; ni está en la breve existencia humana en este mundo; ¿no lo estará en su consumación?
El ser humano lo sueña, el creyente bíblico lo espera: su Dios se lo dará “en aquel día” del que hablan sus profetas. Puesto al principio de la biblia, sugiere que se trata de un sueño de Dios para el ser humano. Sueño que Él puede realizarlo. ¿No será Dios mismo su paraíso-cielo? Como lo es la madre para su hijo recién nacido. Hemos nacido “para gozar de Dios”, dirá Teresa de Ávila.
“Lo puso en el huerto para que lo cultivara y lo cuidara…”. ¡Más claro, imposible! ¡Pero cuando miramos al hombre y mujer modernos, atentando gravemente y de mil modos, contra su entorno natural…! Hasta provocar el cambio climático, con sus nefastas consecuencias para la humanidad entera… ¡Como si todo valiera! ¡Cómo lo pagamos! ¿No arriesga mucho Dios al colocar al ser humano en este mundo y confiárselo a su cuidado?
¡He ahí el Dios de la biblia, dando cuerda larga al ser humano! Prefiere correr el riesgo, más bien que negarle el ejercicio de su libertad. Pero los seres humanos no debiéramos olvidar: nos ha constituido “cuidadores”. Jardineros responsables, no esquilmadores, depredadores, explotadores de la tierra. ¡Tarea del corazón, más bien que de la razón instrumental! No somos sus dueños soberanos: lo es Dios. Somos solidarios con la tierra, sus guardianes, su hermano mayor. Recuérdese la formidable película “Dersu Uzala”, de Akiro Kurosawa. El ser humano llamado a mimar el jardín plantado por Dios para él; más aun, a prolongar su tarea creadora.
He ahí el ser humano: tras recibirse de Dios (su primera vocación), recibe la misión de admirar, respetar, desarrollar lo recibido, saberse agradecido y cuidador, hermanarse con la tierra, disfrutar de sus dones, hacerse responsable de todo, llevarla a más: la más hermosa vocación de todo ser humano. ¿Nos enteraremos de ellos?
Cuando Dios hizo la tierra y el cielo, no había todavía en la tierra arbusto alguno, ni había brotado hierba en el campo, pues Dios no había enviado aún la lluvia sobre la tierra, ni había nadie que cultivase el suelo... Entonces Dios formó al hombre del polvo de la tierra, sopló en su nariz un hálito de vida, y el hombre se convirtió en un ser viviente. (Génesis 2, 4b-7).
Adán creado del barro, Eva creada de su costilla, la astuta serpiente que engaña a Eva… Digámoslo claro: Adán y Eva ni existieron, ni hubo un paraíso, ni una serpiente… Está todo “inventado”, pero no por eso es falso. Aparentemente fabulísticas e infantiles, las páginas de Génesis 2 y 3 contienen mucha “sabiduría”. No nos enseñan “verdades científicas” (el origen del ser humano por evolución…). En un lenguaje popular, pero sugerente, nos llevan a reflexionar sobre este “ser humano” que somos cada uno, al mismo tiempo tan maravilloso y tan frágil: qué somos los humanos, qué nos hace vivir y gozar, de dónde el mal y el sufrimiento… Nos piden hacer una lectura antropológica y existencial. Nos llevan a mirarnos a niveles hondos. ¿No corremos peligro de vivir como máquinas, de aquí para allá, sin saber lo que somos y cuáles son los caminos de nuestra felicidad?
“El ser humano”, “el adán”, moldeado por Dios de “la arcilla” del suelo. ¡Cuántas verdades antropológicas sugiere esta imagen simbólica! Comenzando por la primera: he venido al mundo, recibiéndome de otros. Ni siquiera he podido pedirlo. Nadie viene de sí mismo, nadie nace de sí mismo. Ser, vivir consiste en recibirse de Otro, dirá Levinas, un gran pensador judío. Comenzamos a ser recibiéndonos de los padres (de Dios mediante los padres, dirá un creyente). Las realidades más importantes no se conquistan, ni se merecen, ni se piden; tan solo se reciben: el ser, la vida, el amor, los derechos humanos, la capacidad de gozar y decidir... Cada mañana (en realidad, cada momento) me encuentro recibiéndome de Alguien que es más que uno mismo, del que es la Fuente última de todo. El saberme cada mañana recibido de Dios me dice: Dios me vive, me quiere vivo, cree en mí, espera en mí, soy alguien singular para Él, me llama a crear vida a mi vez.
“Lo moldeó del barro”: una segunda gran verdad, mejor dicho, experiencia humana. La materia prima de la que estoy hecho es el polvo del suelo. Me recuerda mi solidaridad con la tierra: soy “barro, arcilla”, no un ser etéreo, ni un ángel sin cuerpo. Y segundo, me hace consciente de lo que soy y me siento: frágil, endeble, expuesto a romperme física y psíquicamente. Incluso el hombre o mujer “más pintado” y seguro de sí es quebradizo y caduco: está amenazado por la enfermedad, el fracaso, la soledad afectiva, las frustraciones, los miedos… La debilidad me constituye desde que nací, me acompaña toda la vida, y me devuelve a “ser polvo de la tierra”. Soy un precioso “vaso de cerámica”; pero ¡qué expuesta a romperse!
Y una tercera verdad, sugerida por otra imagen evocativa: “Dios sopló en su nariz un aliento de vida…”. Somos “vivientes”, como los animales; pero algo divino y espiritual nos habita. “El aliento de Dios” palpita en este “barro” que somos cada hombre y mujer. Genéticamente apenas me diferencio de un chimpancé; y con todo, tras millones de años de evolución, he llegado a ser más que mera materia, más que un “mono” evolucionado, más que un robot muy logrado. Además de vivir el milagro de la vida, vivo el milagro de ser un “yo personal”: soy, al mismo tiempo, interioridad y ser relacional: llamado a vivir un diálogo conmigo mismo y diálogo con los seres de la tierra, con las personas… ¡y nada menos que con Dios!
Soy un ser pequeño y frágil; pero capaz de pensamiento, de libertad y decisión, de amar y ser amado, de nostalgia y deseo de más, de soñar, de admirar, de curiosidad, de empatía... Vivo a veces a ras del suelo, como un animal (¡o peor!); y con todo, me siento llamado a vivir “espiritualmente” todo: el comer y el beber, el trabajo, el contacto con las plantas, la relación con los míos y hasta con los enemigos, la sexualidad… Vivo muy pegado a la realidad urgente de cada día; y con todo, me hallo levantando la mirada del corazón por encima de la tierra y de lo inmediato. “El hombre tiene los pies hundidos en el barro, pero los ojos fijos en las estrellas”, dice un poeta. Siendo de barro, somos maravillosos; y siendo maravillosos, somos de barro: esa es nuestra doble verdad, mejor dicho, nuestra doble experiencia. ¡Somos “humanos” (“humus: tierra”), pero animados por una chispita divina!
Hay aún algo más en esta página: Dios “modela al ser humano” de la arcilla del suelo. Otra imagen simbólica poderosa: Dios trabaja este barro que soy, me va “moldeando” con el mimo de un alfarero. Lo hace a lo largo de toda la vida, mediante mil toques de sus misteriosas manos. Necesito vivir mil experiencias para ir madurando: gozosas y placenteras muchas; dolorosas, penosas e ingratas otras. Lo sugiere esta imagen del “Dios alfarero moldeándome”, y nos lo dicen los psicólogos y nuestra propia experiencia. Dios, mis tripas, la vida con sus mil avatares, quieren hacer de mí más de lo que soy y mejor de lo que soy. ¿Lo tiene Dios fácil conmigo? ¿Fácil con cada hombre y mujer? ¿Fácil con la humanidad y su historia?
“De repente he descubierto el sentido fabuloso de Gen 2,7: somos barro, lo más tirado, lo que se pisotea; con todo, somos también trabajados por Dios. Como una pieza de cerámica preciosa por un alfarero artista. ¡Cómo nos mira y remira, toca y retoca, quiere sacar lo mejor de nuestro barro, disfruta con nosotros! ¡Cómo somos dignos de su mirada y de su mano, cuánto contamos para Él! ¡Qué cosa más poquita y hasta despreciable soy desde mí: un pedazo de barro; pero ¡qué bello y vestido de dignidad desde Dios! Soy barro… y más que barro. Dios me ha regalado algo de Sí mismo: su espíritu. ¡Cuánto debe sufrir Dios cuando ve que uno se rebaja, se autodesprecia, piensa y siente mal de sí mismo y de la vida, o cuando es rebajado y maltratado por otros! Hay en mí fuerzas que me tiran para abajo; pero hay también en mí un ´aliento de Dios` que me tira para arriba, más allá del barro que soy” (Eneko S., en un trabajo de curso).
Hasta que uno no puede valerse por sí mismo, es útil. Hacerse inútil antes de tiempo es mortal.
Lo malo es cuando creemos que somos inútiles porque no podemos hacer las cosas que hacíamos antes.
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Hay que tomar conciencia de las cosas útiles que podemos hacer (o descubrir lo importantes que son), por ejemplo:
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El mayor necesita sentirse útil. Sólo el amor de fe, identificado con Jesús crucificado, le da libertad interior para asumir la inutilidad.
Así que, aprendamos a ser útiles mientras va llegando la hora de seguir a Jesús maniatado y conducido como “oveja llevada al matadero”.
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Se supone que, a nuestra edad, hemos descubierto que lo más útil no suele ser lo más valioso. Y por ello preferimos actividades que tengan que ver con lo gratuito y que atañen directamente a las personas.
¡A tanta gente le parece inútil la oración! Y lo es, si se trata de eficacia controlable a corto plazo.
¿Qué utilidad puede tener estar a la cabecera de un enfermo que ni siquiera puede hablar? Mirarle con cariño, cogerle la mano o refrescarle la boca con un poco de agua…
Cuando Jesús nos dijo que “cada día tiene su afán” (Mt 6), nos enseñó cómo vivía Él. Lo aprendió en Nazaret, en la rutina de la vida familiar y laboral. Tantos años sin proyectar su futuro, esperando que el Padre se lo manifestase. Pero también cuando comenzó a actuar públicamente, aunque los acontecimientos se precipitasen.
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Al reducirse nuestros proyectos y, sobre todo, nuestras capacidades creativas, tendríamos que ser capaces de dar densidad de vida a cada día.
No acontece nada nuevo, es verdad, porque lo nuevo es la oportunidad de creer, esperar y amar cada día, haciendo la voluntad del Padre.
Las novedades suelen ser sencillas, nada espectaculares, pero depende de cómo las vivamos:
Ese dolor de espalda, que ha aumentado.
La mala cara del familiar (o del hermano o hermana de comunidad), que no sabes por qué.
Una visita sorpresa.
Que has olvidado comprar unas pastillas en la farmacia.
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Podemos quejarnos o aprovechar el día a día para crecer en paciencia. Es ésta una virtud poco valorada, pero que con los años se hace esencial.
Paciencia es capacidad de aguante cuando las cosas no salen como nosotros quisiéramos.
Paciencia es aceptación de la realidad tal como viene.
La paciencia nace de la mansedumbre del corazón: con los otros y con uno mismo.
La paciencia es directamente proporcional a la paz interior.
La paciencia nos hace seguidores de Jesús, negándonos a nosotros mismos, pero sin brillo, en las pequeñas cosas de cada día.
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Se vive bien, cristianamente bien, cuando cada día es motivo de agradecimiento.
Al levantarse, el regalo de vivir, de servir al Señor, de amar.
Al disponer de tiempo para la oración personal.
Al poder ser todavía útil.
El agradecimiento nace de estar reconciliados con la etapa de vida que nos toca.