Javier Garrido, ofm
Yo estoy a la puerta y llamo.
Si alguno oye mi voz y me abre,
entraré en su casa, cenaré con él
y él conmigo.
(Ap 3,20)
¡El abrazo que se dieron en la mañana del domingo de Resurrección el Padre y el Hijo! Tan anhelado durante años, mientras el Hijo cumplía la misión y el Padre lo entregaba al mundo pecador y lo cuidaba amorosamente.
Abrazo, porque ambos son uno con el amor del Espíritu Santo. Y así, con la gloria que tenían desde antes de la creación del mundo, para toda la eternidad.
* * *
Uno de nosotros, Jesús de Nazaret, el hijo de María, el hijo de José el artesano, el profeta poderoso en palabras y obras, el que realizó lo prometido en el Antiguo Testamento, el condenado a muerte, torturado y crucificado, ha resucitado y pertenece a la Santísima Trinidad. Con Él, siendo cuerpo suyo, también yo soy abrazado por el Padre. Hijo amado, coheredero con Cristo.
Me falta morir. Me queda lo mejor.
Todavía creo y espero; pero le amo, y en ese amor ya no hay diferencia entre la tierra y el cielo, mi vida que se apaga y la eternidad ya iniciada.
* * *
La cita del Apocalipsis, que encabeza el capítulo.
Amar, por fin, al prójimo con el amor de Jesús.
Sin egoísmos, con medida sobreabundante, sin hacer acepción de personas, con entrega desinteresada…
¡Qué largo camino, con tantos tropiezos!
* * *
Una nueva humanidad, la de la ciudad perfecta, resplandeciente, sin dolor ni muerte, fraterna y justa, reconciliados los hombres y mujeres de todos los pueblos y razas, de todas las ideologías y religiones…
¡Qué comunión de amor, como el tuyo, Dios nuestro!