Jose Luis Elorza, ofm
“El día en que comáis del árbol, se os abrirán los ojos y seréis como dioses… Como viese la mujer que el árbol era bueno para comer, apetecible a la vista y excelente para lograr sabiduría, tomó de su fruto y comió. Después dio también a su marido, que igualmente comió. Entonces se les abrieron a ambos los ojos y se dieron cuenta de que estaban desnudos; y cosiendo hojas de higuera, se hicieron unos ceñidores”.
Oyeron luego el ruido de los pasos de Yahvé Dios que se paseaba por el jardín a la hora de la brisa, y el hombre y su mujer se ocultaron de la vista de Yahvé Dios por entre los árboles del jardín. Yahvé Dios llamó al hombre y le dijo: «¿Dónde estás?». Este contestó: «Te he oído andar por el jardín y he tenido miedo, porque estoy desnudo; por eso me he escondido.» Él replicó: «¿Quién te ha hecho ver que estabas desnudo? ¿Has comido acaso del árbol del que te prohibí comer?» Dijo el hombre: «La mujer que me diste por compañera me dio del árbol y comí.» Dijo, pues, Yahvé Dios a la mujer: «¿Por qué lo has hecho?» Contestó la mujer: «La serpiente me sedujo, y comí.» (Génesis 3,6-7.8-13).
El relato de Gen 2-3 nos sigue pareciendo infantil, ingenuo. Con todo, ¡qué denso y sugerente! Por ser “mítico”, es sapiencial: da que pensar. ¡Cuánto dice sobre lo que nos pasa a los hombres y mujeres de todos los tiempos! Nos lleva a reflexionar sobre nuestra condición humana.
“Si coméis, seréis como dioses - el árbol bueno, atrayente, excelente para lograr éxito total - tomar y comer - abrírseles los ojos - experimentarse desnudos - hacerse taparrabos para cubrir la desnudez”. Cada expresión señala una experiencia vivida. En conjunto, toda una secuencia de experiencias. No las vivieron Adán y Eva (no existieron); las vivimos los humanos, los hombres y mujeres de todos los tiempos.
Hay algo grande en el ser humano: estamos hechos para ser atraídos por lo bello, lo excelente, lo maravilloso, lo gratificante, lo seguro, lo inmenso, lo poderoso, lo divino, lo sublime, lo eterno… Creados para aspirar a más de lo que somos. En el fondo, para sentirnos superrealizados, superseguros, colmados de felicidad, sin carencia de nada, sin amenaza de nada. Especialmente los humanos modernos llevamos la “tentación” en nuestro chip: buscamos promocionarnos sin medida, poseer más de lo que poseemos, emigrar a tierras mejores, buscar oportunidades mejores. Nos atrae “comer”: probar de todo, vivir experiencias nuevas, esperando que nos den el oro y el moro. Signo de nuestra grandeza y peculiaridad.
Con todo, ¡imposible llegar a “ser como Dios”! La realidad se impone. Unas veces como “límite”: aunque la suerte te acompañe, nada es perfecto, eterno, seguro. Los años no perdonan, se dice. Tu cuerpo comienza a deteriorarse. Tu corazón no puede alimentar ya los sueños de tu juventud; y quizá ha esperado demasiado de la vida. Otras veces, tus intentos de lograr no sé qué metas divinas, acaban “en desnudez”: en chasco y frustración total, como los supuestos primer hombre y primera mujer. ¡Cuánto dice el contraste entre el “se os abrirán los ojos y seréis como dioses” y el “se les abrieron los ojos y se vieron desnudos”! Para acabar en “se hicieron (con lo que fuese) y se pusieron unos taparrabos” para cubrir su desnudez.
“Desnudez”: ¡qué palabra!, ¡cuánto simboliza! Recuerda la experiencia positiva y grata de la desnudez por Adán y la mujer extraída de su costado. “Desnudez” más que física: transparencia de dos corazones, mirada limpia y amorosa, reconocimiento admirado de la belleza y dignidad del tú, abrazo en intimidad confiada, armonía con el entorno natural y con Dios...
Pero el autor de Gen 3, sabio observador de la compleja realidad humana, no puede menos de ofrecer “la otra experiencia de la desnudez”: hiriente, avergonzante, profunda, plural. Heme aquí necesitado de esconder mi desnudez radical: a mis propios ojos, a los ojos de otros seres humanos, incluso de la persona amada, y a los ojos de Dios; y de vestirla “con hojas de higuera”. La desnudez física o corporal simboliza la psico-afectiva, la moral, sobre todo la antropológica y existencial.
Apenas me atrevo a mirarme en el espejo y aceptarme y amarme tal cual soy, necesito esconderme de la mirada y juicio de los demás, huyo de ser transparente y confiado… Necesito esconder u olvidar los pliegues de mi corazón, o las páginas oscuras de mi vida, o mi imagen manchada y herida por dentro. Necesito vestirme con lo que sea para salvar mínimamente mi sentimiento de dignidad personal.
Necesito rechazar o disimular mis sentimientos de culpa, o echarla sobre Dios o sobre los demás: “la mujer que me diste por compañera me dio del árbol y comí…”; “la serpiente me sedujo, me engañó”. Me defraudo a mí mismo, y no puedo menos de defraudar a los que esperan de mí.
Mi desnudez más dolorosa, la pobreza radical de mi ser: no soy dios; soy lo que soy y nada más; no paso de ser “ser humano”, criatura endeble e indigente, deficiente, vulnerable, expuesto y mortal. ¡Imposible evitar desamparo vital, inseguridad existencial a lo largo de mi vida. No me valen mis aires de prepotencia y seguridad, mi afán por controlar mi vida, por conseguir la felicidad total y segura. Soy radicalmente limitado, condenado a vivir fracasos, frustraciones y, al fin, la reducción y la muerte.
“Quisiéramos ser dioses, pero nos experimentamos frágiles y tocados de ala. Ser superfelices, pero la vida nos defrauda y vulnera. Ser transparentes, sin pliegues, sin falsos pudores y vergüenzas, pero nos vestimos de fachadas y apariencias. Nos escondemos de Dios y hasta de los amigos” (Alberto E.).
Además de la armonía conmigo mismo, con los demás seres humanos y con el entorno natural que me hiere (como la Covid 19 ahora), pierdo la armonía con mi Dios. Deja de serme el Dios familiar que se pasea con Adán y Eva por el jardín al atardecer: imagen de cercanía y confianza entre el ser humano y Dios. El Ser más deseable y atrayente se me vuelve temible, desconfiable, amenazante; necesito esconderme, huir de Él. Y hasta llego a pensar, mejor que no existiera, o que se mantuviera lejos. No lo percibo ya como la fuente de mi ser y mi felicidad.
Menos mal, Dios da pasos de acercamiento: para hacerme consciente de mis pasos falsos en la vida y de mis límites inevitables. Pero sobre todo, para abrirme nuevos caminos para este ser humano, desnudo pero llamado a “ser como Dios”. Si soy creyente, sé qué hacer con mi desnudez; me basta confesarla ante Él: “Señor, Tú me sondeas y me conoces… No necesito huir de Ti, esconderme de Ti. Tú me admites tal cual soy, en mi pobreza radical. A tu tiempo y por caminos tuyos, Tú me irás vistiendo de tu riqueza” (Salmo 139).