Jose Luis Elorza, ofm
Os cuento mi historia, según la leyenda de Génesis 4 (os recomiendo leerla en una biblia). Mi nacimiento fue buena noticia para mis padres, Adán y Eva. Habían sido expulsados del jardín del Edén, condenados a llevar una vida penosa. Pero Dios, siempre fuente de vida, seguía contando con ellos; y les concedió tener un hijo: ¡una gran alegría para ellos! Después, vino mi hermano Abel. De nuevo, su alegría de ser padre y madre. Los que sois padres sabéis lo que es eso para el corazón humano.
“Te acecha una fiera”
Éramos, pues, dos hermanos, hijos del mismo amor y de la misma sangre. Fuimos creciendo. Y tomamos caminos diferentes: yo me dediqué a cultivar la tierra, me hice agricultor; mi hermano Abel se hizo pastor, dedicado a pastorear rebaños. Algo normal: los hijos de una familia toman caminos diferentes. Representábamos dos modos de vida rivales, dos modos de pensar y de vivir las realidades de la vida. Ni siquiera la religión nos unía: él, su altar y sus ofrendas del rebaño; yo, mi altar y mis ofrendas del campo. Dos mundos diferentes y enfrentados: ha sucedido tantas veces en la historia entre agricultores y pastores, campesinos y urbanitas, los bien situados y los inmigrantes.
Debo confesarlo: tomé ojeriza a mi hermano Abel, porque le iba muy bien. Pensé que Dios le bendecía, y como que yo le importaba un comino a Dios. La ojeriza se tornó envidia, rencor y celos mortales. Me recomían por dentro. Ya no era yo; andaba “enfurecido y cabizbajo”. Lo que vives intensamente por dentro (alegría, tristeza, ira, rabia…) lo muestras hasta en tu físico. Dios me lo advirtió: “¿por qué andas enfurecido y cabizbajo? Algo se ha torcido en ti. Como si una fiera te acosara desde dentro de ti mismo: te empuja a hacer el mal. Si quieres, puedes dominar esa fiera”.
A Dios le interesaban mi persona y mi conducta. Por eso me alertaba, como diciéndome: no te dejes vencer por esa fiera; no le des cabida, hazle frente; te descentra y saca lo peor de ti; no te deja ser tú mismo; recapacita, te estás haciendo mal a ti mismo, se te nota hasta en tu cara; ponte a sacar lo bueno de ti; Abel es hermano tuyo... Dios apelaba a mi responsabilidad y a mi sentimiento de fraternidad. Quería tocar mi interior, ese lugar donde se juega todo, el lugar de donde nos brota lo mejor y lo peor.
Pero yo no pude ya dominar el odio que me carcomía por dentro. Tendí una trampa a mi hermano Abel. Lo invité al campo. Una vez allí, me lancé contra él, y lo maté.
“Dónde está tu hermano”
Lo que hice con Abel me dejó con el corazón hecho trizas. Los seres humanos somos diferentes de los animales: todo lo que hacemos, arrastrados a menudo por nuestro mundo emocional trastornado, lleva carga moral y sicológica. ¡Y si has atentado contra tu propio hermano…! Me salió al paso Dios, preguntándome:
“¿Dónde está tu hermano?
Yo respondí: No lo sé. ¿Soy yo acaso el guardián de mi hermano?
Dios me replicó: ¿qué es lo que has hecho? La sangre de tu hermano me grita desde la tierra. Por eso, te maldice esa tierra que encierra la sangre de tu hermano… No te dará sus frutos. Y serás un forajido vagando huido por la tierra”.
“Dónde está tu hermano”, “qué es lo que has hecho”: ¡qué dos preguntas! Yo quise escabullirme: “no sé nada de mi hermano”. Y rematé la cosa diciendo: yo no soy responsable de mi hermano, ni de cómo le vayan las cosas en su vida. Pero Dios me pedía cuentas por la vida de Abel, víctima inocente de mi envidia. Tenía razón; si no, no sería Dios de vida y de justicia. Peor aun, nunca me hubiera enterado de que a Dios le importamos los humanos y sufre por un inocente injustamente eliminado. Además, yo corría peligro de apagar mi conciencia: lo peor que puede suceder a un ser humano. Dios quería despertar mi conciencia del bien y del mal.
Derramando la sangre de “mi hermano” sobre “la tierra”, había derramado mi propia sangre. Su sangre, símbolo de la vida, clamaba desde la tierra hasta el corazón de Dios. Había obrado a pesar de su advertencia. Con razón me condenaba ahora: “te maldice esta tierra…; aunque la cultives, no te dará sus frutos; y serás un forajido forzado a vivir huyendo por la tierra”. Me sentí derrumbado. Mi fechoría había horrorizado profundamente a Dios. Y espantado por el castigo, más bien que arrepentido por el crimen, me salió decir: “mi culpa es demasiado grande para soportarla; Tú me echas de este suelo, y tengo que esconderme de tu vista; seré un fugitivo vagabundo, huyendo de todos; y el que me encuentre, me matará”.
Me esperaba un vivir sin reposo ni paz en este mundo. Sería un indeseable, acosado, errante en tierra hostil, y atormentado por mi propia conciencia. Y cualquier otro ser humano que me hallara, me mataría. Lo peor, me veía condenado a vivir sin Dios, sin experimentar su rostro y su protección. Mi maldad había roto todas las solidaridades que vive el ser humano en este mundo: con la tierra, con los demás seres humanos, conmigo mismo, con Dios. En un país extraño, sin familia y sin Dios, llevaría una vida calamitosa.
La vida por encima de todo
Dios es siempre sorprendente: incluso cuando condena, es misericordioso. Su condena no era su última palabra. Mi vida, la de un criminal, era vida creada por Él; y por ello, sagrada, valiosa, tan valiosa como la de mi hermano Abel. No quería dejarme desamparado y expuesto. Por eso, me protegía de mí mismo: de mis juicios culpabilizadores (“mi culpa es demasiado grande para soportarla”); y me protegía de mis temores a hombres justicieros (“el que me encuentre, me matará”).
Para salvarme, “me puso una marca para que, quien me encontrara, no me matara”. Viviría en un mundo hostil y amenazante. Pero era portador de un signo de Dios que me protegía. Dios no quería que a mi violencia se respondiera con una espiral de violencia salvaje. Más aun, quería incluso contar conmigo, para que continuara la historia del ser humano en este mundo. Esa historia había tomado mal rumbo desde el principio, con Adán y Eva; y ahora continuaba teniéndolo conmigo. Pero seguía siendo obra suya: cada vez que los humanos estropeáramos y torciéramos la historia, Dios trataría de enderezarla. Donde los humanos ponemos muerte, Dios pone vida y futuro. Donde cerramos puertas, Él abre nuevas. Cuando escribimos mal un capítulo de la vida, Él nos llama a escribir otro.
Y así fue. Fui a vivir “al país de Nod”, tierra inhóspita. Mi vida no sería camino de rosas. Pero Dios me concedía nueva oportunidad para rehacer mi vida. Me uní a una mujer, que engendró y me dio un hijo. Tras él, vinieron nietos, biznietos... Mi vida se multiplicaba, la historia de la humanidad proseguía, pese a sus inicios desastrosos. Más aun, gracias a mí y a mis descendientes, fue naciendo en el mundo eso que hace posible el progreso y la cultura: las artes, la música, la industria, la economía pastoril y la agrícola. Con toda su ambigüedad y riesgo de deterioro, nacía la civilización.
Muchos Caín, muchos Abel
Yo había torcido la historia. Y había iniciado una línea de personas de mal. Después de mí, ¡cuántos “cainitas” en la humanidad! Son muchos los que se han dejado llevar por una envidia no domada, por una egolatría incapaz de empatía y bondad. Muchos los que ejercen la violencia, el poder arbitrario, el asesinato, la venganza ciega… Entre mis descendientes próximos, hubo uno terrible: Lamek. No perdonaba, se vengaba hasta por un rasguño que le hicieran. Su programa de vida social suena atroz: “por una herida, mataré a un hombre; por un golpe, a un niño; y si a Caín se le venga siete veces, a mí, Lamek, se me vengará setenta veces siete”.
Mi “historia de Caín” y la de Lamek pueden tener mucho de leyenda. Pero ¡qué real en la historia de las familias y de los pueblos! ¡Las barbaridades que ha hecho y hace la locura humana, “la fiera” que llevamos dentro! ¿No recordáis algunas? Cuando lees la historia de Israel en la biblia o la historia de los pueblos, las ves cuajadas de personajes siniestros.
Con todo, frente a estos personajes que tuercen y estropean la historia humana, hubo (y hay) otros que representan la línea del bien. Dios tuvo un detalle con mis padres Adán y Eva. Habían perdido a uno de sus hijos, a manos del otro hijo. ¡Algo terrible para todo padre y toda madre! Dios se lo compensó: les dio otro hijo, Set, para consuelo suyo, para llenar el vacío dejado por Abel. Con Set y sus descendientes se reiniciaba una línea de personas de bien, como Abel; comenzaba de nuevo una “historia según Dios”: una historia más limpia que la mía y la de mis descendientes.
Ha habido (y hay) muchos “Abel” en la historia: personas de bien, expuestas a la violencia, al odio y a los abusos de los violentos. Como que Dios mismo no los puede salvar de la ira y egoísmo de los segundos. ¡Respeta tanto la libertad humana…! Pero, al mismo tiempo, se sirve de ellos para recomponer, enderezar y reconducir la historia. Por ello, frente a Caín, Abel; frente a Lamek, Set y sus descendientes. Así sucedería después de ellos, con personas de bien como Noé, Abrahán… y sigue sucediendo.
De todo se aprende
Yo, Caín, no tengo derecho a decir media palabra a nadie. Pero ¿me permitís sugeriros unas reflexiones? Me nacen del corazón, a partir precisamente de mi lamentable “historia de Caín”.
No sé qué diablos, como una “fiera”, llevamos los humanos dentro. Toma muchas formas. En mí tomó la forma de envidia y odio hasta la muerte… ¿Qué forma en otros?
¿Por qué el bien del otro tiene que despertar en mí envidia, celos, disgusto, dureza de corazón, agresividad y violencia?
Nuestro interior es capaz de lo mejor, y capaz de lo peor. Pero nos dejamos arrastrar por las fuerzas oscuras que nos habitan. Yo no cuidé mis sentimientos, ¡e hice lo que hice!
Seas quien seas y hayas hecho lo que hayas hecho, no huyas de lo profundo de ti mismo. Da lugar a tu sensibilidad humana y a tu conciencia ética… ¡y a la voz de Dios que os habla de mil maneras!
No huyas de Dios, aunque te tome cuentas. Perderías mucho. Mi caso te dice que sigue queriendo ser tu Dios, ¡Dios de vida! Por eso te sale al paso. Un Dios dolido: lo que has hecho con tu hermano le hiere; si no, no sería Dios justo. Comienza por reprocharte. No te amaría si no te pidiera cuentas, si no te mostrara su dolor. Pero te hace saber que sigue siendo tu Dios, Dios de futuro. No quiere tu muerte. En medio de tus fechorías (y de las de otros), te abre un camino a recorrer. Bueno para ti, bueno para todos.
Eso es Dios: endereza la historia humana, la reconduce, abre caminos de futuro. Lo hizo con mis padres Adán y Eva. Lo hacía conmigo… ¡y a lo largo de la historia de Israel! Lo intentaría sobre todo con Jesús de Nazaret.
Dios quiere sanar nuestro interior trastornado, y hacernos responsables del otro ser humano. Pero respeta nuestra libertad: a su pesar, hacemos barbaridades contra nuestros “hermanos” y contra la “hermana tierra”.
Toda la vida me la pasé con esas dos preguntas: “dónde está tu hermano”, y “qué es lo que has hecho”. Deberían resonar en el corazón de todo hombre y mujer. Y en toda institución, en todo pueblo. Los seres humanos y los pueblos aprenderían a ser más hermanos.
Y un detalle para los que sois cristianos… La sangre derramada de mi hermano Abel reclamaba justicia. La sangre derramada de Jesús de Nazaret pide y significa perdón.