Jose Luis Elorza, ofm
El Señor Dios plantó un huerto en Edén; en él puso al hombre que había formado. E hizo brotar del suelo toda clase de árboles hermosos de ver, y buenos para comer, así como el árbol de la vida en medio del huerto, y el árbol del conocimiento del bien y del mal…
El Señor Dios tomó al hombre y lo puso en el huerto de Edén, para que lo cultivara y lo cuidara (Génesis 2,8-15).
Ha sido este mundo alguna vez un “paraíso” para los seres humanos? La biblia comienza poniéndolo al inicio de la historia de la humanidad, Adán y Eva viviendo en el mismo. Está inventado, se trata de un “relato mítico-simbólico”. No tiene valor histórico alguno; pero “da que pensar”: para eso sirve el mito. Contiene dos imágenes simbólicas que nos hacen conscientes de dos experiencias nuestras.
Después que “lo formó”, “Dios plantó un huerto en Edén, tomó al ser humano y lo puso en el huerto…”. Antes el autor de nuestro mito había presentado a Dios como “el alfarero del hombre”. Ahora, como jardinero plantando un “jardín” para él. Un Dios volcado hacia su criatura: lo quiere, al mismo tiempo, feliz y responsable de su hábitat. La tierra forma parte de nuestra condición humana. Hombre y tierra se hallan en mutua interacción. La trabajamos y nos devuelve: es nuestra “hermana-madre tierra que da en toda ocasión las hierbas y los frutos y flores de color y nos sustenta”, nos dirá Francisco de Asís, poeta y creyente al mismo tiempo. ¡Si los humanos, tan modernos y creídos, nos enteráramos de ello…!
“Árboles hermosos de ver y buenos para comer”. Lo que existe en este mundo nos permite vivir dos experiencias muy gratificantes: lo bello para satisfacer nuestra dimensión estética a través de los ojos; lo bueno, nuestra necesidad de un comer placentero. El “mito o cuento” comienza por presentar la tierra como un “paraíso”: fecundo, abundoso, gratificante, apetecible atrayente a nuestros ojos admirativos. Y en el mismo, un cuidador humano ideal, viviendo una existencia paradisíaca. ¿Pero es así este mundo? La realidad lo desmiente; nunca ha sido la tierra un paraíso, ni el ser humano, un cuidador ideal, ni su vida, tan idílica: sin trabajo penoso, sin sequías ni tsunamis, sin abusos ni violencia humana, sin enfermedades y sin muerte... Con todo, una vez más, ¡cuánto sugiere y significa este símbolo del “paraíso”!
“El paraíso del Edén” no está fuera del ser humano; está en su corazón. Simboliza nuestro sueño inapagable: el ser humano de todos los tiempos, deseando vivir una existencia enteramente feliz, gratificada, sin sombras ni amenaza alguna. Tratando de crear y habitar un espacio ideal, sin sufrimiento, sin atentado alguno a su necesidad de felicidad colmada. “El paraíso” representa nuestra “dimensión utópica”: nuestro anhelo nunca realizado de un mundo ideal en que todo sea absoluta y únicamente bueno, gratificante, colmante. Por eso, la historia de la humanidad ha sido una “historia de utopías”. El marxismo es el que más ha prometido realizarla, ¡con qué resultados!
“El paraíso” simboliza asimismo una existencia reconciliada, en armonía interior y exterior. Sin ansiedades ni conflicto alguno conmigo mismo, en comunión fraternal con todo y con todos los demás seres. En compañía familiar incluso con Dios: un Dios cercano y amigo que se pasea en mi mismo jardín. ¿Dónde y cuándo esa vida en armonía colmada? Mientras no llegue, “el paraíso del Edén” simboliza esos pequeños “cielos” que disfruta el ser humano de mil maneras en este mundo: “he vivido un año feliz, como en un cielo”, confiesa Ainhoa P. No todo es arisco y amenazante en este mundo; hay “lugares paradisíacos”; se viven “momentos celestiales”: con la pareja, en la familia, con los amigos, en tu corazón, ¡y con Dios cuando te muestra su rostro y se pasea en tu mismo jardín!
Esos momentos te hacen barruntar un “cielo”. ¿Es mero sueño humano?, ¿o es (además) mi destino último?, ¿mi condición humana última y eterna, colmada y colmante, sin dolor, ni llanto, ni desarmonía, ni muerte, pensada por Dios para un más allá? ¿Es una utopía que siempre defrauda porque nunca se realiza, o es un plan proyectado por Dios para nosotros, sus criaturas? Con esta pregunta se abre la primera página de la biblia. “El paraíso” no está al principio de la historia; ni está en la breve existencia humana en este mundo; ¿no lo estará en su consumación?
El ser humano lo sueña, el creyente bíblico lo espera: su Dios se lo dará “en aquel día” del que hablan sus profetas. Puesto al principio de la biblia, sugiere que se trata de un sueño de Dios para el ser humano. Sueño que Él puede realizarlo. ¿No será Dios mismo su paraíso-cielo? Como lo es la madre para su hijo recién nacido. Hemos nacido “para gozar de Dios”, dirá Teresa de Ávila.
“Lo puso en el huerto para que lo cultivara y lo cuidara…”. ¡Más claro, imposible! ¡Pero cuando miramos al hombre y mujer modernos, atentando gravemente y de mil modos, contra su entorno natural…! Hasta provocar el cambio climático, con sus nefastas consecuencias para la humanidad entera… ¡Como si todo valiera! ¡Cómo lo pagamos! ¿No arriesga mucho Dios al colocar al ser humano en este mundo y confiárselo a su cuidado?
¡He ahí el Dios de la biblia, dando cuerda larga al ser humano! Prefiere correr el riesgo, más bien que negarle el ejercicio de su libertad. Pero los seres humanos no debiéramos olvidar: nos ha constituido “cuidadores”. Jardineros responsables, no esquilmadores, depredadores, explotadores de la tierra. ¡Tarea del corazón, más bien que de la razón instrumental! No somos sus dueños soberanos: lo es Dios. Somos solidarios con la tierra, sus guardianes, su hermano mayor. Recuérdese la formidable película “Dersu Uzala”, de Akiro Kurosawa. El ser humano llamado a mimar el jardín plantado por Dios para él; más aun, a prolongar su tarea creadora.
He ahí el ser humano: tras recibirse de Dios (su primera vocación), recibe la misión de admirar, respetar, desarrollar lo recibido, saberse agradecido y cuidador, hermanarse con la tierra, disfrutar de sus dones, hacerse responsable de todo, llevarla a más: la más hermosa vocación de todo ser humano. ¿Nos enteraremos de ellos?