Javier Garrido, ofm
Se dice que el mayor vive de recuerdos. Los cuenta a los jóvenes, casi siempre son lejanos, o al menos no recientes. Pertenecen a su historia, la han marcado, y como ahora está perdiendo memoria sobre el presente, puede quedar fijado en el pasado, sin futuro.
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La sabiduría no está en crear nuevos proyectos. Algunos serán necesarios, pues todavía tenemos mucho que dar. El problema es más hondo: hemos dejado de tener ilusiones.
Hace años, en la crisis de realismo de la segunda edad, leí esta frase: “Se pierden ilusiones, se mantiene la ilusión”. Señal de madurez, de crisis bien resuelta. En la tercera edad hemos de decir: “Se pierden esperanzas, se mantiene la esperanza”.
La esperanza está en el corazón, es más honda que los objetivos que nos proponemos. Es una actitud vital que, paradójicamente, nos libera de proyectos y, sin embargo, mantiene vivo el espíritu, siempre abierto al futuro.
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Cuando nuestras esperanzas se desvanecen, nos volvemos a las promesas de Dios. Nos da tantos motivos de esperanza… Lo que promete no depende de nuestras capacidades, sino que está hecho a su medida, al Dios que transforma el desierto en vergel, nuestra pobreza en riqueza insospechada, nuestra vida mortal en plataforma de la vida eterna.
Se trata de la esperanza teologal. Ésta se alimenta de sí misma, del hecho de esperar en Dios, sin más. Esperanza en cuanto relación, desnuda y libre.
Y es que el objeto de nuestra esperanza cristiana es Dios mismo, nada que sea menos que Dios.
¡Cuántas esperanzas han tenido que caer para que ahora, en la tercera edad, sea Él nuestra esperanza!
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Dios mío, me instruiste desde mi juventud,
y hasta hoy relato tus maravillas.
Me hiciste pasar por peligros;
de nuevo me darás la vida,
y yo te daré gracias por tu lealtad.
Sal 71