Fr Joseba Bakaikoa, Franciscano Capuchinno
El occidental contemporáneo no entiende que los cristianos de Oriente Medio, la India o África sigan tomándose tan en serio su religión. En realidad, los cristianos perseguidos nos incomodan con su maldita fidelidad. Son un reproche mudo contra la forma de vida que hemos escogido.
El Jueves Santo de 2015, un comando de Al Shabab penetró en la Universidad de Garissa, en Kenia, tomando como rehenes a unos 700 estudiantes. Durante las 15 horas que permanecieron en el recinto —antes de ser abatidos por la Policía— mataron a los que se identificaron como cristianos. 142 encontraron así la muerte y 79 resultaron heridos. Hubiera sido fácil para ellos salvar la vida no identificándose como creyentes.
La matanza de Garissa apareció, sí, en el telediario… en el minuto 21 (¡lo apunté!). Incluso en plena ofensiva de Estado Islámico (2014-16) contra las comunidades cristianas de Irak y Siria, con réplicas morbosas en otros lugares, como el degollamiento de cristianos coptos en una playa libia, la atención concedida por los medios occidentales a los sufrimientos de los cristianos era muy reducida.
Desde entonces el eclipse ha sido cada vez mayor. Sin embargo, la situación de los cristianos sigue siendo dramática en muchos lugares, y tiende a empeorar. La derrota de Estado Islámico no ha traído la seguridad a la llanura de Nínive, pues nuevos grupos yihadistas intentan llenar el hueco, y en todo caso solo un 30% de los cristianos exiliados entonces se han atrevido a regresar. La población cristiana iraquí ha pasado de 1,5 millones en 2003 a 120.000 en la actualidad; en Siria, de 1,7 millones en 2011 a 450.000 hoy. La limpieza étnico-religiosa está casi consumada. En los territorios palestinos, el porcentaje de cristianos, que pasaba del 10% no hace tanto, ha caído al 1,5%.
Pero no es solo Oriente Medio. En China, el país más poblado del mundo, el Gobierno comunista-nacionalista incrementa la presión sobre las iglesias independientes. Informa Human Rights Watch: “Durante el mandato del presidente Xi Jinping, el gobierno ha estrechado su vigilancia sobre las iglesias cristianas, en un intento de ‘chinesizar’ las religiones obligándolas a ‘adoptar características chinas’”. Hay pastores protestantes encarcelados, como Wang Yi; los sacerdotes católicos Su Guipeng, Zhao He, Zhang Guilin y Wang Zhong permanecen detenidos por su resistencia a integrarse en la “Iglesia patriótica”.
El segundo país más populoso es la India. Casi nadie sabe que allí se ha deteriorado mucho la situación de los cristianos desde la llegada al poder en 2014 del partido nacionalista Bharatiya Janata. Su doctrina es la Hindutva, la “hinduización”, con un sesgo anti-occidental que conduce a ver a las minorías cristianas como cuerpos extraños. Han aumentado los ataques de turbas contra las iglesias: 440 en 2017, 477 en 2018 y 117 solo en el primer cuarto de 2019, según Ayuda a la Iglesia Necesitada.
En Pakistán, el caso de Asia Bibi tuvo un final feliz, pero hay decenas de asias bibis, es decir, de cristianos encarcelados —algunos, a la espera de la ejecución de sentencias de muerte— en virtud de las infames leyes anti-blasfemia. A veces, la mera acusación basta para desencadenar linchamientos del “blasfemo” o su familia. En 2011, el ministro cristiano Shabaz Bhatti fue asesinado cuando intentaba reformar la legislación anti-blasfemia.
Y en Egipto los coptos siguen en peligro, pese a los nobles esfuerzos del presidente Al Sisi, que intenta protegerlos. En Turquía, la impronta islamista-nacionalista del régimen de Erdogan significa hostigamiento para los pocos cristianos que allí quedan. En Nigeria, Boko Haram está menos activo (aunque más de 100 de las chicas secuestradas en 2014 siguen en paradero desconocido), pero otras milicias islamistas toman el relevo; en la violencia de los pastores fulani se mezcla la cristofobia con la milenaria rivalidad entre agricultores y ganaderos.
En Hispanoamérica en regiones enteras se pisotea también la libertad religiosa. En Cuba, desde hace 60 años. Pero ahora también en Venezuela (asaltos a las residencias de los arzobispos de Barquisimeto y Caracas, entre otros desmanes) y Nicaragua (numerosas iglesias cercadas por la policía, asalto a la catedral de Managua, etc.), desde que los obispos plantaron cara a sus gobiernos bolivarianos. En Chile se han quemado muchas iglesias cuando la ultraizquierda tomó las calles a partir de octubre de 2019.
Llama la atención el contraste entre nuestra indiferencia a los sufrimientos de los cristianos y la atención dedicada a la persecución de los musulmanes rohingyás por el gobierno birmano. O a la de los yazidíes en el norte de Irak, a los que la prensa europea y norteamericana concedía más foco que a los cristianos, sometidos a idéntica persecución por Estado Islámico.
Y no se trata de minimizar las desventuras de yazidíes, rohingyás o budistas tibetanos. Pero sí de señalar el doble rasero, y lo que tiene de autonegación. Pues ignoramos a los nuestros, a los que comparten nuestra religión, o la que lo fue. En el siglo XIX, cuando el imperio otomano se debilitó, Francia, Rusia, Inglaterra y otras naciones competían por el título de “defensora de los cristianos de Tierra Santa”. En el siglo XXI, ningún país occidental (salvo Hungría, que ha creado una Oficina de Asistencia a Cristianos Perseguidos) quiere ser sorprendido en pecado de parcialidad pro-occidental. No se puede defender a quien se parece a nosotros. El diferente siempre tiene prioridad.
En realidad, el occidental contemporáneo no entiende que los cristianos de Oriente Medio, la India o África sigan tomándose tan en serio su religión. Piensa en el fondo que los problemas de discriminación religiosa se solucionarían mejor con la receta que propuso Marx en La cuestión judía: mediante la desaparición de todas las religiones. ¿Por qué pagar un precio tan alto por mantener unas creencias anticuadas e irracionales?
En realidad, nos incomodan con su fidelidad. Son un reproche mudo contra la forma de vida que hemos escogido donde todo se concilia y nada es suficientemente valioso como para dar la vida por ello. “(El justo) Es un vivo reproche contra nuestra manera de pensar, y su sola presencia nos resulta insoportable. Porque lleva una vida distinta de los demás y va por caminos muy diferentes” (Sabiduría, 2, 11-15).
(Cfr “Por qué ignoramos a los cristianos perseguidos?” de Fco. José Contreras)