Jose Luis Elorza, ofm
“Dios puso al hombre en el huerto de Edén para que lo cultivara y lo guardara. Y le dio este mandato: Puedes comer de todos los árboles del huerto; pero no comas del árbol del conocimiento del bien y del mal, porque si comes de él morirás sin remedio” (Génesis 2,15-17)
“El huerto del Edén”: símbolo de abundancia, bienestar, seguridad. Un inmenso escaparate natural de productos hermosos, apetecibles, atrayentes. Nos entran por los ojos. Los israelitas de hace tres mil-dos mil años vivían el sentido de lo maravilloso, de lo gratuito y de lo abundante de la “madre tierra”. “Tú cuidas de la tierra, la riegas y la enriqueces sin medida; preparas los trigales, riegas los surcos, coronas el año con sus bienes; rezuman los pastos del páramo, las colinas se llenan de alegría; las praderas se cubren de rebaños, y los valles se visten de mieses que aclaman y cantan”: así cantan a Dios, entre maravillados y agradecidos, ellos que habían conocido las carestías del desierto y las sequías de su árida tierra palestina (salmos 65; y 104). Los modernos, con nuestro manejo utilitarista de la realidad, ¿lo habremos perdido? Y con ello, el sentido de la admiración, de la alabanza y de la gratitud.
Dios permite al ser humano “comer de todos los árboles del huerto”. Como diciéndole: te lo confío todo; es para ti; cuídalo, gózalo; despliega tu libertad responsable para tu propio bien. Para el autor de Gen 2, todo es regalo de Dios al ser humano, venido a ser el responsable de la tierra y disfrutador de sus bienes. Los no creyentes, unos agradecen todo a la vida; otros, no saben a quién dar gracias: ¿al azar? “El ateo es aquel que, sintiéndose agradecido, no sabe a quién dar gracias”, dijo el gran escritor inglés Chesterton. El creyente lo agradece a Dios, la fuente última de todo ser, de toda belleza, de toda abundancia. Y de toda libertad humana: “puedes comer de todos los árboles…”. Dios fiándose del ser humano y concediéndole un amplio campo de libertad, actuación y goce.
Pero he ahí una parcela prohibida: “no comas del árbol de la ciencia del bien y del mal…”. A los hombres y mujeres modernos nos cae mal toda prohibición. ¿Por qué no la libertad absoluta, para todo y sin límites? ¿Por qué barreras a nuestra innata curiosidad por conocer todo?, ¿a nuestro afán insaciable de probar de todo?, ¿de vivir experiencias cuanto más nuevas y exóticas mejor? Nos repatea este Dios (y la iglesia con su moral represora: “no comas de ese fruto”, “no hagas esto, está prohibido, es pecado”).
¿Se trata de prohibición? “El adán”, el ser humano recibe, más bien, un aviso premonitorio: “no comas del árbol del conocimiento del bien y del mal: te harías mal, atentarías contra ti mismo”. No es moral, permisiva o prohibitiva; es “sabiduría”, una prevención sabia. Un SOS al ser humano. Como diciéndote: el semáforo está en rojo. Las palabras del relato mítico están diciendo muchas cosas:
Te doy cuerda larga. Pero no te pases; no eres Dios. No tienes la última palabra sobre ti mismo y tus caminos de realización.
Eres libre. Pero no hagas un uso divino y absoluto de tu libertad. No juegues a dios prepotente y arbitrario: decidir por tu cuenta en cada momento qué está bien y qué está mal, sin tener en cuenta los otros seres humanos, el entorno natural, Dios.
Si te drogas, si abusas de…, si te haces un pequeño dios, pagado de ti mismo, el centro de todo, si te excedes creyendo que el mero consumo es toda tu felicidad y plenitud…, te harás mal, lo bueno lo convertirás en veneno contra ti mismo.
No te excedas en querer tenerlo todo, disfrutarlo sin medida ni criterio. Vives “momentos de cielo”, pero no son “el cielo”: se desinflan. Hay experiencias que las vives a tope, pero llegan precisamente a un tope y no dan más de sí.
Todo es bueno. Pero nada es perfecto, divino, eterno. No puede darte todo lo que tu corazón desea. Este mundo da mucho de sí al ser humano. Pero da solo lo que puede dar, ¡y no más! No esperes que te dé felicidad colmada, plena, segura.
Todo es bueno. Pero no todo te es bueno en todo momento y ocasión, ni te hace bien siempre: discierne con sabiduría, no con prepotencia.
No todo es bueno. Necesitas que alguien (tus amigos, tus padres, tu propio corazón enseñado por la vida) te diga: “de este árbol no comas”.
Todo es bueno en tu entorno natural. No lo explotes, no lo contamines.
Todo es bueno y disfrútalo. Pero no olvides: lo tienes recibido. Vívelo agradecido y según la intención del que lo recibes.
Vive tu libertad. Pero no la absolutices. Vívela como amor y servicio a la vida, a la relación, a la aceptación serena de la realidad. No pretendas controlar enteramente la realidad: te desborda.
Todo es bueno en ti, pero no es sabio poner confianza total en ti mismo, en tu inteligencia, en tus recursos. No eres Dios, eres humano, vulnerable: no puedes responder enteramente de ti mismo.
No absolutices nada. No hagas un uso arbitrario y egocéntrico de tu salud, de tus talentos, de tus bienes, del amor humano, de ningún ser ni experiencia de este mundo…: acabarían defraudándote. Lo mejor de este mundo es relativo: nada es divino.
Las ciencias son buenas; las tecnologías, formidables. Pero el progreso te hará mal si no va acompañado por el progreso ético y espiritual.
El dinero, el poder político, económico y cultural o tu puesto de gerente de una multinacional de 250 mil empleados no son malos; pero ¡si los gestionas “a lo dios…”!
En suma, no te basta tu propia sabiduría: es limitada, no te da las claves últimas de tu vida y tu realización. Busca y recibe la sabiduría que te viene del que te dice: “puedes comer de todos los árboles del huerto; pero no comas del árbol del conocimiento del bien y del mal”. Pues tu libertad no es todo.