Txetxu Ausín
Existen diferentes y diversas concepciones del bien. Buena parte de la ética es una reflexión sobre el sentido de la palabra “bueno”, sobre la posibilidad o no de definirlo y sobre la determinación de lo que es un bien o un valor. Desde la antigüedad, la filosofía se ha preguntado por cómo es una persona buena, por si podemos hacernos moralmente mejores, por si es posible la educación moral.
De un modo muy sencillo podemos definir la bondad como la inclinación hacia el bien, sea cual sea la concepción del bien que adoptemos (como felicidad, como bienestar, como virtudes, como deberes).
Inevitablemente, si hablamos del bien, nos encontramos con su reverso, el mal, el cinismo, la crueldad. Así, se dice que un acto es moralmente bueno cuando tiene un carácter benéfico (o beneficioso) y un acto es moralmente malo cuando tiene un carácter maléfico (o dañino).
En estos meses sometidos a la dura experiencia de una pandemia hemos podido observar y admirar conductas y comportamientos bondadosos: Personal sanitario de todo tipo trabajando hasta la extenuación, ofreciendo no solo lo mejor de su conocimiento experto sino el apoyo y el acompañamiento en la enfermedad, el sufrimiento y la muerte. Una calidad asistencial que deviene en calidez, en empatía, en preocupación por el otro. Vecinos y extraños ayudando a personas vulnerables, con necesidades, en situaciones sociales y económicas difíciles. Profesores y estudiantes esforzándose porque nadie se quedara atrás en las escuelas. Servicios de limpieza, supermercados, repartidores… todas y todos manteniendo una gran red para sostener la vida en tiempos de enfermedad y muerte, en tiempos de crisis sanitaria, social, económica y emocional, demostrando simpatía solidaria y buena voluntad hacia el prójimo.
La bondad tiene que ver, por tanto, con el afecto hacia los otros, con la sensibilidad hacia los demás, con la compasión que nos vincula con los gozos y sufrimientos del otro. Por ello la bondad se dice de muchas maneras: simpatía, generosidad, colaboración, benevolencia, caridad, piedad… tener buen corazón.
La bondad tiene que ver con la común vulnerabilidad de la que hemos hablado en otras ocasiones, con nuestra interdependencia, con nuestra condición finita y mortal. Decía Iris Murdoch en La soberanía del bien que la bondad está relacionada con la aceptación de la muerte real, del azar, de la fugacidad real, que es una aceptación de nuestra propia nada, que es una incitación automática a que nos concierna lo que no somos nosotros mismos; por ello la bondad está conectada con el intento por ver el no-yo, por ver y responder al mundo real a la luz de una consciencia virtuosa.
Pero la bondad se nos presenta habitualmente como aburrida, cursi, o, cuanto menos, falsa e hipócrita, porque sería simplemente egoísmo camuflado: autosatisfacción, narcisismo disfrazado o una forma encubierta de agresividad (siempre se puede, por seguridad, ser amable). Aunque, si la bondad es también una alegría, ¿que tendría de malo? Marco Aurelio, Rousseau o Hutcheson afirmaban que la benevolencia, ser bondadoso, era el verdadero placer del hombre, su alegría de vivir y el modelo supremo de la felicidad humana; si la bondad es amor a uno mismo, nada podría ser mejor ni más generoso.
En cambio, la maldad se muestra más atractiva, los personajes malvados cautivan, el cinismo se presenta como lo inteligente, el egoísmo es la norma. Se ridiculiza a las buenas personas, bien como ingenuos y perdedores, bien como tontos y utópicos. Se ha llegado a decir que ceder a la bondad es una debilidad “femenina”, entendida como un sentimiento blando, irracional y destinado, como mucho, a la esfera íntima y familiar que se ha identificado con las mujeres (lejos de las salas de juntas de las empresas, del ágora política, del espacio público).
La historia nos ha mostrado que las personas somos egoístas, competitivas, codiciosa y violentas, como recuerdan con ahínco los escépticos de la bondad desde Hobbes. Y es cierto que el sistema económico y social en el que vivimos no está hecho por y para espíritus bondadosos. La gran paradoja del capitalismo moderno es que destruye las mismas instituciones sociales en las que se apoyó: la familia, el trabajo y la comunidad.
El conflicto es una parte inherente de la vida y la “falsa bondad” que no lo reconoce distorsiona nuestra percepción y deviene en sensiblería o sentimentalismo. El daño, la frustración y el odio son experiencias netamente humanas que la bondad no desdeña. Por ello, una bondad realista se manifiesta atenta, precisamente, al daño, al sufrimiento y a nuestra propia ambivalencia.
¿Por qué nuestra sociedad tacha la bondad de debilidad y recompensa el comportamiento despiadado? ¿Por qué tiene tan buena prensa la maldad? ¿Es peligrosa la bondad? ¿Qué hay de malo en ser bueno?
“Hace falta volver a sentir que nos necesitamos unos a otros, que tenemos una responsabilidad por los demás y por el mundo, que vale la pena ser buenos y honestos. Ya hemos tenido mucho tiempo de degradación moral, burlándonos de la ética, de la bondad, de la fe, de la honestidad, y llegó la hora de advertir que esa alegre superficialidad nos ha servido de poco. Esa destrucción de todo fundamento de la vida social termina enfrentándonos unos con otros para preservar los propios intereses, provoca el surgimiento de nuevas formas de violencia y crueldad e impide el desarrollo de una verdadera cultura del cuidado del ambiente”. (Francisco, Laudato Si).