Aitor Sorreluz
He leído en algún lado que para cierto filósofo acaparar los recursos disponibles en una pocas manos y privar de los mismos a la inmensa mayoría hace que se generen injusticias sociales que obligan el ejercicio de la caridad y la benevolencia. En ausencia de injusticias sociales, las dos virtudes mencionadas corren el riesgo de caer en la impostura. Parece lógico, aunque resuena una suerte de superhombre que se cree capaz de atajar de una vez por todas dota suerte de injusticia social. Poco espacio para la vulnerabilidad y finitud humanas. La misma sensación me deja el hecho de que en uno de los programas más visto los lunes a la noche —me estoy refiriendo al “Conquis”— se considere como ejemplo a seguir el ser capaz de hacer el mono en una tirolina de 100 metros, a los 60 años.
Los cada vez más abundantes mensajes de que somos capaces de todo, que podemos con todo y que lo único que necesitamos para ello es el que nos lo propongamos, olvidan (o quieren hacernos olvidar) que efectivamente, somos humanos, seres vulnerables y finitos, que conforme envejecemos somos cada vez más vulnerables e incapaces de hacer cosas que antes sí podíamos. Lejos de sentirnos inútiles por no podernos colgarnos de una tirolina, en este número se nos invita a encontrar nuestro valor en la gratuidad y en actividades vinculadas a las personas.
Creernos autosuficientes es muestra de la mayor de nuestras ignorancias, se nos recuerda en la entrevista de este número. Las reivindicaciones del 8 de marzo van en la misma dirección: nos necesitamos los unos a los otros y conscientes de la diversidad y vulnerabilidad es necesario poner encima de la mesa la urgencia de una ética del cuidado. Trabajo, cansancio, enfermedad, vejez, muerte... El día a día nos muestra que no hay paraíso en este mundo. El ser humano sueña con el paraíso, el creyente cree en él. Fe y esperanza. Como cada año, en la Pascua de Semana Santa celebramos que la muerte ha sido vencida, y que la esperanza es posible.