Txetxu Asusín
Decía Quevedo que morir vivo es la última cordura. Y es que la muerte forma parte sustancial de la vida. ¿Qué es entonces la eutanasia, acortar la vida o acortar la muerte? La muerte, como la vida, es un proceso gradual, un continuo cognitivo, físico y existencial que deseamos transitar de la mejor manera posible, sin dolor, sin angustia, sin sufrimiento. Pero la relación del ser humano con la muerte ha sido modificada sustancialmente en nuestro tiempo por la intervención de una medicina altamente tecnificada: Ya no se es dueño de la propia muerte; se muere normalmente en el hospital y no en casa; el enfermo como totalidad ha desaparecido en favor de una relación parcial con la enfermedad; la muerte es concebida como un fracaso por parte de los profesionales sanitarios y por ello se intenta postergar lo máximo posible; la muerte es un tabú. Y sin embargo, todos compartimos el anhelo de una buena muerte.
Ya hemos hablado en estas páginas de nuestra condición de seres intrínsecamente vulnerables y menesterosos y de las obligaciones de cuidado que ello genera, para afrontar dicha vulnerabilidad y el daño, dolor y sufrimiento que conlleva.
Por este motivo, la sociedad, a través de la práctica asistencial, debe poner los medios (acciones y omisiones) para que los pacientes puedan integrar adecuadamente en su propio proyecto de vida (y de muerte), en su biografía y subjetividad, la experiencia de enfermar, perder facultades, padecer limitaciones y, en última instancia, morir.
Lo anterior supone reconocer dos elementos fundamentales e ineludibles para la buena muerte que todos queremos.
Por un lado, el respeto a la autonomía o autodeterminación personal, a las preferencias, opciones y consideraciones del individuo con relación a su vida y al final de la misma, expresadas de modo claro, inequívoco, reiterado y conocido.
Por otro lado, respondemos a la fragilidad, el sufrimiento, la finitud y la mortalidad mediante la piedad, compasión o misericordia.
Escribimos también en estas páginas que la compasión es una actitud ante el mal del otro, en el que reconocemos nuestro propio mal, esto es, todo aquello que limita o impide nuestro bienestar (mal físico o dolor) pero también lo que contraviene a las exigencias de nuestra dignidad (de nuestro sentido de vida), esto es, el mal moral o sufrimiento existencial.
Por ello, en algunas ocasiones, el control del dolor físico que proporcionan los cuidados paliativos no es suficiente. No sólo se trata del control del dolor o de otros síntomas físicos (náuseas, falta de aliento, incontinencia, úlceras), sino de las pesadillas, los delirios, la pérdida de la identidad y, en general, el mal moral (sufrimiento), que es un asunto más existencial que meramente físico.
Reconociendo la autonomía de las personas, la eutanasia puede entenderse como un cuidado, un buen y debido cuidado, una buena práctica que no debería quedar al albur de la fortuna y, por lo tanto, generar asimetrías, desigualdad e injusticia a la hora de morir. Dice Montse Busquets, enfermera, que la eutanasia debiera entenderse como un cuidado de reciprocidad, de ponerse en el lugar del otro y ser capaz de ir un poco más allá del propio miedo, un poco más allá de la propia experiencia, para ayudar a la persona que lo necesita, tal y como ella quiere.
Frente a una práctica defensiva o a la angustia e incertidumbre que experimentan los profesionales ante la imposibilidad legal de ayudar a morir bien, se impone una norma legal que no solo despenalice la eutanasia y que establezca controles rigurosos a dicha práctica, sino que genere un marco de cuidados que contribuya a aliviar el sufrimiento evitable en el final de la vida.
Se aduce que la colaboración en la eutanasia daría al traste con el mandato médico de proteger la vida, con la larga tradición hipocrática y deontológica de la medicina. Sin embargo, también cabe señalar que precisamente el clínico ha de acompañar a su paciente en esa situación de sufrimiento terminal, en un diálogo atento para la comprensión y el consuelo en dicha tesitura. No hacerlo y, quizá también, no atender a esa petición razonada y voluntaria de ayuda al bien morir puede suponer un abandono del paciente y una dejación de las propias responsabilidades profesionales, atendiendo más a una pretendida pureza de la profesión que a las necesidades del paciente. La eutanasia ha de entenderse en el contexto de una estrecha relación médico-paciente, basada precisamente en la confianza. Recuérdese además que el no-abandono es una importante obligación moral de la medicina, que hay una responsabilidad por no cuidar, que no es lícito éticamente el no hacer.
“Hacerse cargo”, responsabilizarse del buen cuidado en los finales de la vida, respetando las preferencias y la voluntad de los pacientes, conlleva necesariamente reconocer legalmente la posibilidad de la eutanasia.
El reconocimiento legal de la eutanasia otorga, además, seguridad jurídica en las relaciones clínico-paciente en los procesos de terminalidad, evitando en estos casos la arbitrariedad más absoluta, la opacidad y la clandestinidad; esto es, la asimetría y la desigualdad de trato a la que me he referido antes.
Se admite legalmente y como práctica aceptable el rechazo a ciertos tratamientos y soportes médicos —muchas veces complejos y costosos— que causan la muerte del paciente y, sin embargo, se rechaza proporcionar drogas letales mediante la ayuda a la eutanasia con el argumento del posible abuso que sufrirían algunos pacientes presionados para tomar esta opción por razones de gasto, familiares o de otra índole. No se entiende. No es comparable el ‘riesgo de daño’ —la eventual inducción y práctica de asesinatos soterrados— con un ‘daño real’ —el que de hecho sufren quienes solicitan la ayuda para morir y se les niega sistemáticamente.
En consecuencia, el foco de las políticas públicas sobre la ayuda a bien morir consistiría en delimitar claramente las condiciones de petición y consentimiento de la aceleración de la muerte (el fin, el resultado), estableciéndose las adecuadas garantías, más allá de que se trate de unos medios u otros (pasivos, activos, de colaboración) y siempre en el contexto del respeto a la voluntad del paciente y la evitación del sufrimiento, por mor de la compasión.