Aitor Sorreluz
U
na pregunta: ¿La nieve viste, o desviste? Supongo que después del empacho de colores y matices del otoño incomoda ser testigos de la desnudez de un paisaje monótono y sin hojas. De ahí, quizás el dicho que afirma que la nieve cubre nuestros montes de un manto blanco.
Me da la sensación, sin embargo, de que la nieve cubriendo lo evidente y lo superficial, hace visible lo escondido, lo oculto y lo no evidente. Los paisajes nevados de Arantzazu muestran, en una inagotable gama de blancos y grises, grietas, oquedades caminos y sendas, siluetas y perfiles que las demás estaciones del año se encargaban de tapar. Incluso la Basílica se muestra sorprendentemente distinta: las puntas de diamante de las torres se asoman como nunca, iluminadas por la nieve. La carga y el sufrimiento que soporta la Piedad se materializa dramáticamente en la gruesa capa de nieve que soporta a sus espaldas. Cubriendo el rostro y el torso de los apóstoles la nieve los hace uno e intensifica los vacíos y debilidades. Semejante peso parece anclarlos a la tierra.
Por todo eso, quizás la nieve desvista el paisaje. Crudo invierno, lo llaman. Arantzazu, lo hemos dicho muchas veces, cambia la mirada de aquél que se deja mirar. Quizás el nudo paisaje, la sola basílica, invitan a quien mira a desnudarse, a dejar a un lado lo evidente y superficial y, en una gama inagotable de blancos y grises, a atreverse a mostrarse en las grietas y oquedades de uno mismo.
A veces pienso que esta pandemia es como una gran nevada que ha deja de manifiesto, impúdica y groseramente, la vulnerabilidad y fragilidad que habitan en nuestro interior. Interior, el nuestro, lleno de claroscuros: si bien es verdad que la emergencia sanitaria en la que estamos sumergidos ha hecho que florezca en las personas sentimientos y acciones de solidaridad, generosidad y altruismo que hacen razonable pensar en un cambio, no es menos verdad que este estado de alarma ha sido un caldo de cultivo del que han brotado aquí y allá sentimientos y comportmientos insolidarios, egoístas y mezquinos.
El relato de Caín estremece: saber de un Dios que endereza la historia humana, la reconduce, abriendo caminos de futuro que enciende briznas de esperanza revolucionarias en nuestro interior. Igual que los copos de nieve iluminan las puntas de los diamantes/espinos de las torres de la basílica de Arantzazu.