Gabriel Mª Otalora
La pérdida del buen ánimo (desmoralización) suele venir acompañada de indiferencia en el mejor de los casos, cuando no de desesperanza. En el momento actual, una característica añadida sería el desconcierto individual y social ante la que está cayendo en forma de crisis poliédrica —sanitaria, económica, de valores— cada vez más apretada para los menos favorecidos.
Hemos perdido pie con los modelos clásicos considerados válidos sin que hayamos logrado reemplazarlos por otros; la sociedad líquida y todo eso. El concepto de persona moral que hemos ido asimilando al hilo de una larga tradición, se ha roto, encontrándonos ahora sin referentes sólidos que promuevan el ejemplo. Apenas cuesta encontrar ejemplos dignos de confianza, como sería el caso del Papa Francisco ¿Qué hacer? No nos ha ido mal cuando hemos apostado por la moral entendida como la cultura vivida del bien común.
Ante el empobrecimiento general que produce una crisis tan global como esta, no deja de ser una invitación a reinventarnos, a moralizarnos aunque solo sea para no llegar a las cotas de alienación y exclusión social que vemos arraigadas en otras sociedades “de referencia” y “más avanzadas que la nuestra”, hacia las que apuntamos con paso firme por el camino de la decadencia ¿Por qué las razones éticas cuentan tan poco? La filósofa Victoria Camps lo resume así: No basta conocer el bien, hay que desearlo, interesarnos en él; no basta conocer el mal, hay que despreciarlo. Es decir, que el gobierno de las emociones forma parte del contenido de la ética. La moralidad es la norma de conducta que se queda coja sin la sensibilidad de querer vivir lo que se elije. No es suficiente el conocimiento de lo que se debe hacer —lo permitido y prohibido en aras al bien común—, existe el conocimiento de lo que es bueno sentir y desear experimentarlo en la práctica. O lo que es lo mismo, la ética llega más allá de lo racional en forma de inteligencia emocional y espiritual para facilitarnos una vida de convivencia. Esto es una característica que se manifiesta en quienes se entusiasman con lo que merece la pena. Emocionarse así es bueno, igual de bueno que indignarse con aquello que lo merece.
Esto de la emoción ética no es nuevo, pero como estamos afanados derribando todo el acerbo que nos ayudó en nuestra construcción, ahora nos falta para sacar lo mejor de cada uno para afrontar la difícil realidad desde bases sólidas aun sin entenderla. Una especie de brújula en la noche cerrada. Aristóteles ya vinculó las emociones al conocimiento ligadas a la excelencia de la persona (areté). Excelencia aristotélica entendida como la “la capacidad de generar beneficios” expresados en forma de magnanimidad, justicia, valentía, sensatez, nobleza, escucha, generosidad… Muy diferente a la excelencia tal como la entendemos hoy.
Quizá sirvan estas breves líneas para facilitar al lector esperanzado y sensible una repensada sobre las virtudes o cualidades que conforman la verdadera excelencia humana. O puedan servir para que vivamos en la práctica lo que somos por nacimiento, es decir, sujetos de derechos y deberes, lo cual equivale a que la libertad nos lleva a ser la mejor posibilidad de cada persona y como colectivo, pero tiene límites necesarios. A veces parece que no, pero ir en una u otra dirección tiene siempre consecuencias importantes, empezando por la construcción o deterioro como personas. En este sentido, el Evangelio no deja de ser un tratado de sabiduría.
Todos queremos ser felices, incluso quienes dicen que la felicidad es una boutade pequeño-burguesa. Lo que ocurre es que tenemos que aprender a serlo viviendo de otra manera; ejercitarnos en la razón para que se acostumbre a desear (sentimiento) lo bueno y no lo malo. Invertir en la inteligencia emocional y espiritual hasta que el juicio recto actúe sobre la zona sensitiva y se acostumbre a desear lo bueno, que no siempre es lo más agradable, ay, ni siquiera en la vida de los grandes campeones. Porque nadie nace sabiendo y la vida es una larga pedagogía que se hace camino excelente al andar... de una determinada manera. En esto, existe una sabiduría universal cuya esencia condensó Jesús de Nazaret de manera eternamente actual para encontrar lo mejor aquí y ahora. Ayer ya no existe y mañana depende mucho de lo que hagamos hoy.