El análisis y la definición de las categorías “común-público” / “particular-privado” es una cuestión tradicional en la filosofía que arranca ya en Grecia y que se mantiene en el debate filosófico a lo largo de la historia. Es bien conocida la reflexión medieval y renancentista sobre el concepto de “bien común” y posteriormente, en el liberalismo decimonónico, la distinción entre lo público y lo privado. También ha sido analizada en profundidad la cuestión de la propiedad privada como fundamento del orden político y social y su limitación en términos de la función social y de las necesidades públicas. Pero es probablemente en nuestro tiempo de cambio de milenio cuando se ha puesto de manifiesto, en el marco de los procesos llamados de “globalización”, un desarrollo exponencial de lo privado a expensas de lo común/público.
Como dice la filósofa Nancy Fraser, se ha ahondado en la “contradicción social del capitalismo”, que consiste en negar la dependencia de las actividades económicas del entramado de instituciones y organizaciones públicas a nivel estatal e internacional que hacen posible el desarrollo de la actividad productiva y de las actividades de reproducción social (cuidado, atención sanitaria, red de transporte, saneamiento, escuelas, ciencia…). Nos hemos percatado de ello, dramáticamente, en el contexto de la actual pandemia.
Desde una perspectiva histórica, se ha demostrado que la superación de las enfermedades infecciosas en el siglo XIX no se debió tanto al avance de la ciencia (tratamientos médicos, vacunas) sino al hecho de la mejora de las condiciones laborales, salarios y alojamientos, fruto de la resistencia de los trabajadores organizados en sindicatos. Incluso el descenso de las enfermedades infecciosas en algunos países industriales fue previo al descubrimiento y aplicación masiva de intervenciones médicas. Resultaron decisivas, por ejemplo en Reino Unido, la limitación del trabajo infantil, la introducción de la jornada laboral de 8 horas, el aumento de los salarios que permitió una mejor alimentación y las reformas higiénico-sanitarias que empezaron a eliminar los peores contextos ambientales dañinos para la salud.
Es muy elocuente esa frase que dice: “Usted lo que necesita no es un psicólogo/médico sino un sindicato”. Como recuerdan Marta Carmona y Javier Padilla, la medicina y la psicología son utilizadas en muchísimas ocasiones como instrumentos de atomización de las respuestas colectivas, de responsabilización individual sobre problemas en los que la responsabilidad hace mucho que quedó fuera del individuo; la lucha colectiva por los derechos laborales debería ser uno de los objetivos de la acción comunitaria en salud.
Si algo nos ha mostrado esta pandemia que padecemos es que se trata de un fenómeno social complejo y no estrictamente médico o sanitario; pensemos en el impacto sobre el trabajo, la economía, los transportes, la educación, la vida social, el urbanismo… Aunque todas y todos podemos ser afectados por la enfermedad, no poseemos la misma capacidad para responder a la misma, que depende de condiciones materiales y sociales como la renta, la vivienda, el trabajo, el género, la edad… Pensemos en el terrible impacto de la enfermedad en las residencias de mayores, que ha de obligarnos a replantear profundamente el modelo de cuidado para la longevidad; o la expansión del virus allá por verano entre trabajadores del campo indocumentados que convivían hacinados y sin las mínimas condiciones higiénicas (sigue habiendo en España más de 400.000 migrantes sin regularizar mientras que otros países, como Portugal, desarrollaron una rápida regularización como medida no solo humanitaria sino de control de la pandemia).
Por el contrario, se ha favorecido un descenso del gasto público en sanidad, educación y servicios públicos en general cuyo resultado es la desinversión en protección social y una organización social del cuidado dualizada, dividida entre aquellos que pueden contratar cuidados a bajo precio y los que se los proporcionan a los primeros. Y este esquema se repite en el sistema centro-periferia con el surgimiento de las cadenas trasnacionales de cuidados que atraen a mujeres migrantes a Europa para suplir el déficit de cuidados, al tiempo que éstas delegan el cuidado de sus propias familias en sus comunidades de origen. Los recortes en servicios de apoyo a las familias como las guarderías y los centros de día se unen a la precarización del sector servicios en el que se concentra gran parte del empleo femenino.
Todo ello viene a abundar en el debilitamiento de las estructuras de pertenencia social de modo que este post-capitalismo no constituye un mero programa económico sino una forma específica de racionalidad política que no se limita a impedir la intervención del Estado, sino que por el contrario expande la lógica del mercado a todos los rincones de la vida social.
El debilitamiento del lazo social es paralelo a la aparición de un nuevo ethos individualista que representa al actor social como consumidor de experiencias vitales en lo que se ha llamado una “mercantilización de la vida íntima”.
A las implicaciones sociológicas de la merma de sentido comunitario se ha añadido un “individualismo de la desposesión”, del empobrecido, del desposeído incluso de sus derechos, abocado a la lógica del “sálvese quien pueda” y la ley del más fuerte. Una de sus manifestaciones más recientes es la floreciente industria editorial de los libros de autoayuda que tratan de orientar al individuo en la “búsqueda de soluciones biográficas a situaciones sistémicas”, en palabras de Zygmunt Bauman, a la par que se le responsabiliza de todo, convirtiendo en fracasos personales las distintas fuentes de sufrimiento social. Con ello se naturaliza la desigualdad y se deslegitiman los sistemas de ayuda mutua. Y esto, además, se completa con la criminalización del pobre y del excluído (aporofobia), en un proceso de menos estado social y más estado penal.
En paralelo, este contexto denominado “neoliberal” (aunque tenga muy poco de liberal) propicia la concentración y acumulación de los grandes poderes económicos y financieros en formas libres de límites y de controles que, además, tienden a cooptar las instituciones públicas para beneficio de sus intereses privados (pensemos en los lobbies farmacéuticos, en las grandes empresas TIC, en las multinacionales agroalimentarias, por citar solo algunos sectores muy destacados y que inciden directamente sobre la vida de las personas).
Paradójicamente, este tipo de concentración de poder está causando una profunda erosión de los ámbitos de privacidad e intimidad de los individuos. La vigilancia y el control a través de los servicios de telefonía, los algoritmos y la analítica de big data (controlados por grandes oligopolios globales) están invadiendo y colonizando cada vez más esferas de la vida privada e íntima de los individuos, favoreciendo la uniformidad, la homegeneidad cultural y el control social por parte de actores privados enormemente poderosos (hasta el punto de poder manipular procesos de elecciones democráticas). Es lo que se denomina, “capitalismo de vigilancia”. Y en esas estamos.