Txetxu Ausín
El 17 de octubre se conmemora una vez más, desgraciadamente, el Día Internacional para la Erradicación de la Pobreza. Según el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, alrededor de 736 millones de personas aún viven con menos de 1 dólar y medio al día y muchos carecen de acceso a alimentos, agua potable y saneamiento adecuados. El crecimiento económico acelerado de países como China e India ha sacado a millones de personas de la pobreza, pero el progreso ha sido muy desigual. La posibilidad de que las mujeres vivan en situación de pobreza es desproporcionadamente alta en relación con los hombres, debido al acceso desigual al trabajo remunerado, la educación y la propiedad. Los avances también han sido limitados en otras regiones, como Asia Meridional y África subsahariana, donde vive el 80% de la población mundial que se encuentra en condiciones de extrema pobreza. Si bien la proporción de personas desnutridas en el mundo ha descendido en las últimas décadas, en números absolutos hay más víctimas del hambre que nunca según la FAO. Durante el tiempo en que lee este texto, unos 5 minutos, 65 niños y niñas menores de 5 años habrán muerto en el mundo por causas fácilmente prevenibles relacionadas con la pobreza. En contraste con la extrema pobreza, nuestra era es testigo de una opulencia nunca antes conocida. Las 85 personas más ricas del mundo tienen tanto como los 3.5 mil millones más pobres.
Por primera vez en la historia de la humanidad, tenemos la capacidad de erradicar la pobreza. Porque, digámoslo alto y claro, la pobreza no es un problema de recursos, sino de distribución de los mismos. Por eso la pobreza no es una fatalidad. Si la mitad más pobre de la población mundial tuviera sólo el 7% de los ingresos domésticos mundiales, en lugar del 3% que tienen actualmente, se resolvería el problema de la pobreza absoluta. Asimismo, la producción agrícola mundial se ha triplicado en poco menos de un siglo, a la par que la población del globo se multiplicaba igualmente por tres. Según el Informe Mundial de Alimentos de la FAO, la agricultura mundial con el actual desarrollo de su fuerza de producción podría alimentar, a razón de 2700 calorías por adulto y día, a 12000 millones de seres humanos; esto es, prácticamente al doble de la Humanidad.
La pobreza es una enorme injusticia y se sustenta en un orden institucional global que es en gran medida responsable de la creación y perpetuación de la misma. La arquitectura institucional supranacional diseñada por los ricos y para los ricos incluye los créditos para la exportación, el proteccionismo de los mercados ricos, las reglas internacionales sobre contaminación —que no exigen a los países contaminadores compensar a quienes más sufren los efectos de esa contaminación—, los flujos financieros ilegales y la evasión fiscal, o las leyes de patentes y sobre la propiedad intelectual que impiden el acceso a medicamentos esenciales para la mayoría de las personas que los necesitan.
Preocupados por la pandemia que nos azota y que afecta desigualmente en función de la pobreza, aquí y allí, podemos caer en el desánimo y la inacción. Sin embargo, por muy mal que estén las cosas, siempre conservamos la posibilidad, y por lo tanto la responsabilidad, de poner algo de nuestra parte para mejorar el mundo. Esa posibilidad la tenemos siempre y está más al alcance de nuestra mano de lo que habitualmente creemos. Además, nuestra contribución puede ser más significativa de lo que generalmente estimamos.
¿Cuánto cuesta salvar una vida? El economista William Easterly calcula que los programas de la OMS para reducir muertes causadas por malaria, diarrea, infecciones respiratorias y sarampión cuestan alrededor de 234 euros por vida salvada. Salvar una vida al año cuesta unos 64 céntimos al día. Una vida no resuelve los problemas más acuciantes del mundo, pero para esa persona y sus seres queridos, nada podría ser más importante. Quien salva una vida, suele decirse, salva a la Humanidad.
Por un lado, conservamos la libertad y la responsabilidad cívica de protestar, de proponer y de contribuir a crear estructuras que nos encaminen hacia un mejor futuro, para evitar las muertes evitables, es decir, vergonzosas.
Por otro lado, también hay mucho que podemos hacer a corto plazo. Para ello, ni siquiera necesitamos ser personas extraordinarias, con recursos infinitos, o capaces de realizar grandes sacrificios o esfuerzos heroicos.
Podemos modificar esos hábitos de consumo que sabemos que explotan o perjudican seriamente a poblaciones vulnerables (ahí están las alternativas de comercio justo, ropa limpia, banca ética, inversión socialmente responsable).
Podemos participar con tiempo e ideas (el dinero no es lo único que se puede invertir), en organizaciones comprometidas con la erradicación de la pobreza.
Por supuesto, podemos hacer donaciones inteligentes, es decir eficientes y de las que toda la Humanidad, y no solo sus destinatarios directos, podrá beneficiarse. La reducción de la pobreza y de la malnutrición redunda en enormes beneficios sociales, económicos y de seguridad a escala global.
Ángel Olaran, misionero comboniano en Etiopía, remarcaba que el hambre es un genocidio programado, tolerado. Hay que llamar a las cosas por su nombre. Y si las palabras han llegado a perder sentido, habrá que inventar un idioma nuevo. Cada generación aporta algo a la Historia. Formamos parte de la que puede acabar con la pobreza. Es hora de actuar.