Xabier Etxeberria
Señalé en la anterior entrega que la relación de cuidado es asimétrica. Vimos que en el modo como la viven Jesús y quienes cura se dan dinámicas que la resitúan muy positivamente. Se presupone, de todos modos, que, quien es curado, sobre todo recibe y quien cura sobre todo da. La curación de la hija de la “mujer pagana” replantea este aserto (Mc 7,24-30; Mt 15,21-28).
El rechazo inicial
Aunque Jesús ceñía su actividad a Palestina, un día pasó a la región fronteriza de los sirio-fenicios, tradicionales enemigos de Israel. “Entró en una casa, y no quería que nadie lo supiera, pero no logró pasar inadvertido. Una mujer pagana, cuya hija estaba poseída por un espíritu inmundo, oyó hablar de él”. Trastocando los planes de Jesús, se presentó ante él, se postró a sus pies y le suplicó que expulsara de su hija al demonio que la poseía (así se concebían las enfermedades que nos dañan desposeyéndonos convulsamente de la voluntad propia).
En el arranque, pues, petición a la vez humilde y atrevida de la mujer, tratando de avivar la compasión de Jesús, que siempre aparecía. La gran sorpresa es que aquí no surge. La respuesta inicial de Jesús es realmente dura: “Deja primero que se sacien los hijos, pues no está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perrillos”. Él, con gran empatía hacia las mujeres, rompedor de barreras con los herejes samaritanos, que cura al criado del centurión romano, ¡responde así! Y ante una pagana, mujer, con una hija “endemoniada”.
La quiebra del rechazo
Más allá de esa dureza, la mujer, firmemente asentada en el amor a su hija, intuye una fisura en la negativa de Jesús: su rechazo no es contundente. Acrecentando su osadía, desde la asunción formal de su condición de extranjera para un judío y situada en tierra extranjera, pero sin que ello le coarte la libertad, argumenta a partir de la propia metáfora de Jesús y “le replica”: “Es cierto, Señor, pero también los perrillos, debajo de la mesa, comen las migajas de los niños”.
Esto impacta de lleno a Jesús. Hasta el punto de que la mujer alienta el primer milagro: que emerja en él la compasión ante la mujer y su hija, que, así, se quiebre la frontera de separación, que el horizonte de su misión se haga más universal. Que se replantee lo que se lee en la versión de Mateo de que Dios le ha enviado solo a las ovejas perdidas del pueblo de Israel.
Jesús, ya empáticamente rendido ante ella, accede a su petición, expresándole un gran reconocimiento. A ella, pagana, mujer, con una hija endemoniada: “Por haber hablado así”, esto es, decididamente por tu admirable actitud, “vete, que el demonio ha salido de tu hija”. En Mateo se dice esto de otro modo: “Mujer, ¡qué grande es tu fe! Que te suceda lo que pides”. En esta versión se resalta más la admiración de Jesús. En la versión de Marcos, se supone que más primigenia, el contenido del reconocimiento es más contundente: el “mérito” de la sanación se lo atribuye decididamente a ella.
En esa confluencia así alentada por la mujer entre ella y Jesús, la sanación se realiza: “Al llegar a su casa, encontró a la niña echada en la cama, y el demonio había salido de ella”. Ya sosegada la niña, podía descansar. Y el amor de su madre expandirse con ella sin cortapisas.
El don que el sanador recibe de quien sana
Proyectando este relato a la relación de cuidado, nos ofrece una gran aportación, tanto a través de la conducta de la mujer como de Jesús.
La persona cuidada en la relación debe ser agradecidamente consciente de la sanación que recibe y colaborar en ella como le corresponda. Pero ello no debe significar sometimiento e invalidación de su iniciativa ante quien le cura. Si así fuera ya no se trataría de una relación (es lo que pasa cuando el médico se dedica a curar el órgano enfermo sin prestar atención a la persona enferma). La mujer sirio-fenicia es ejemplo de ello, no confunde humildad con humillación paralizante.
A su vez, la persona que cuida no puede acaparar toda la iniciativa y bloquear toda receptividad. Debe saber dejar siempre un lugar a la iniciativa de quien es cuidado o cuidada, debe mantener la capacidad de aprender. Lo cual es posible únicamente con humildad, con el reconocimiento de la limitación propia: nos vacía de nosotros mismos y deja así un lugar para que entre el otro. Para que, de verdad, se establezca una relación. Jesús es ejemplo de ello, mostrando su disposición a aprender, a abrirse a la sirio-fenicia, rompiendo sus esquemas previos.