Txetxu Asusín
Estamos viviendo una profunda crisis sanitaria debido a la expansión del virus COVID-19 a lo largo y ancho de nuestro ahora pequeño mundo globalizado, una crisis de enfermedad, de sufrimiento, de muerte, que nos ha puesto, de golpe, un espejo delante que nos devuelve la imagen de nuestra verdadera realidad.
La imagen de la vulnerabilidad y la fragilidad, de nuestra susceptibilidad para ser dañados, como individuos y como sociedad, frente a esa visión de un sujeto poderoso, que no enferma, que es capaz de hasta sortear la muerte, como proclaman los transhumanistas y las nuevas biotecnologías. La imagen de un sujeto humano encarnado que no puede abstraerse de la mortalidad, de la decadencia física y mental, de las limitaciones, frente a ese pretendido nuevo Prometeo que se fabrica a sí mismo.
La imagen de la interdependencia, a la que nos hemos referido en estas páginas, frente al individualismo y el solipsismo, frente a esa falsa creencia de la autosuficiencia y el yo-desvinculado, frente al mito de un sujeto descorporizado que ni nace, ni enferma, ni padece limitaciones. En esta crisis estamos viendo claramente que somos una comunidad social, con vínculos recíprocos, con deberes de los unos para con los otros, construida sobre la base de la interdependencia. En este sentido, el espejo nos muestra la inevitabilidad de la colaboración, la cooperación y la solidaridad para la supervivencia de la comunidad, como había puesto de relieve la misma biología evolutiva frente a las lecturas “egoístas” del darwinismo.
El espejo de esta crisis nos devuelve también la imagen del cuidado, como el elemento fundamental para la supervivencia y la reproducción social. El cuidado para afrontar el daño, la enfermedad, la vulnerabilidad y que comprende todo aquello que hacemos para mantener, continuar y reparar nuestro “mundo” de tal forma que podamos vivir en él lo mejor posible.
Pero sobre todo, el espejo nos muestra nuestra indigencia y modestia frente a la soberbia y la desmesura, frente a esa pretensión de omnipotencia, esa creencia de saberlo y poderlo todo, esa arrogancia que nos lleva al exceso y a la expansión ilimitada. El filósofo Manuel Sacristán decía que somos la especie de la hybris, del pecado original, de la soberbia, la especie exagerada capaz de expansionarse hasta la autodestrucción. Vivimos con la ilusión del control, con esa tendencia a pensar que podemos dominar sucesos o resultados sobre los que, en realidad, tenemos poca o nula influencia (y esta crisis del COVID-19 es un claro ejemplo).
Cara a cara con nuestra imagen en el espejo de esta crisis no queda otra que volver a la humildad, a la modestia, a la alegría de las cosas finitas, como dice mi amigo y colega Luciano Espinosa (www.dilemata.net/revista/index.php/dilemata/article/view/352), que toma como punto de partida la finitud, siempre vulnerable al dolor pero que no condesciende a quedarse ahí anclada.
La palabra humildad proviene del latín humilitas, que significa “pegado a la tierra”, esto es, una humildad socrática (“sólo sé que no sé nada”), mediante la que reconocemos las propias debilidades y limitaciones. Poner los pies en la tierra, reconocer el valor de lo cotidiano, de lo prosaico, como pone de relieve la economía feminista: el capitalismo no reconoce todo el trabajo, invisibiliza esas modestas (pero imprescindibles) tareas que sostienen la vida y sólo remunera al “trabajador champiñón”, que brota de la nada con la camisa planchada listo para ir al tajo, que no cuida ni es cuidado.
Decía Thomas Merton que el orgullo nos hace artificiales y la humildad nos hace reales. El mencionado Manuel Sacristán hablaba de principio de modestia en la cultura obrera, por contraposición a la cultura de los intelectuales, sobre la base del reconocimiento de la muerte. Y para Kant “las personas de verdadero mérito no son ni soberbias ni fatuas, sino humildes, porque su idea sobre el verdadero valor es tan elevada que no pueden satisfacerla ni igualarse a ella, y son conscientes en todo momento de la distancia que les separa de ese ideal.”
Se trata de recuperar una visión modesta de la razón, conectada con nuestra esencial falibilidad, una tradición de pensamiento que exige examinar, comprobar, reflexionar, inspeccionar, investigar, buscar… y que es consciente de nuestra inherente limitación epistémica, de la inseguridad del conocer humano. Tradición que abarcaría, entre otros, a Sócrates, Nicolás de Cusa, Erasmo, Montaigne, Voltaire, Lessing, Leibniz en cierto modo y, más en nuestros días, el pragmatismo (de Dewey a Rorty), Popper y Toulmin. Representan una racionalidad modesta, ponderativa y prudencial, vinculada a lo contingente, la incertidumbre, la falta de seguridades, los riesgos. Recordando a Otto Neurath, somos marineros que en alta mar deben reconstruir su barco, usando las mismas maderas viejas con que fue construido, sin poderlo desarmar en un dique.
“Aunque andemos con zancos, siempre andaremos con nuestras piernas, y en el más elevado trono del mundo siempre sobre nuestro culo nos sentamos. A mi entender, las más hermosas vidas son las que se ajustan al modelo humano y común, con buen orden y sin milagros ni extravagancias.” (Montaigne).
Ojalá que cuando al fin volvamos a abrazarnos, en palabras de Gonzalo Sánchez-Terán, “que sean nuestros brazos brazos nuevos, más sabios, más clementes, más humanos”. Más humildes y modestos.