Si Jesús propone una disyuntiva entre servir al dinero y servir a Dios (y a las personas), ¿cómo hay que concretarla? En la respuesta a esta pregunta es donde aparece su enorme radicalidad: reclama desprenderse del dinero.
Renunciar al dinero
Es lo que dice al final del esbozo de parábola de la construcción de una torre (o la participación en una batalla) (Lc 14,28-33): antes de empezarla hay que discernir con cuidado si podremos acabarla. Se esperaría como conclusión, una llamada a ser precavido ante los riesgos, pero nos encontramos con este planteamiento radical: “Lo mismo vosotros: el que no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío”. Esto es, quien quiera ser su discípulo tiene que ser consciente de lo que exige —esa renuncia— y estar dispuesto a asumirlo.
En un segundo texto con conclusión similar, se relata el encuentro de Jesús con un joven rico, que quiere seguirle (Mt 19,16-26; Mc 10,17-27; Lc 18,18-27). Para ello, le viene a decir, no te basta con cumplir los mandamientos, da tu dinero a los pobres y a continuación sígueme. Al oírlo, el joven se marchó pesaroso. Hay dos novedades respecto al texto anterior. La primera: pone un destino en la renuncia al dinero, darlo a los pobres. La segunda: parece aceptar dos niveles de conducta, el de la suficiencia ética, lo que ya hacía el discípulo, y el de la perfección. Quizá sea así, pero no contempla esos niveles en el discipulado: quien quiera seguirle debe renunciar al dinero y a sus bienes; es incompatible ser su discípulo y tener mucho dinero. No tiene problemas, como vimos, en contactar con publicanos, a los que se presupone codiciosos y abusivos con la gente. Hasta les incluye entre sus discípulos como en el caso de Mateo y, en cierto sentido, de Zaqueo. Pero el primero lo deja todo al seguirle y el segundo hace una donación y restitución de lo robado muy voluminosas.
La radicalidad que Jesús reclama en un marco religioso, ¿tiene sentido que se plantee en un marco secular, cívico? A nivel personal, con todo lo que tiene de gesto fecundo para la sociedad —esté inspirado por motivaciones religiosas o laicas, o las dos—, por supuesto que sí. A nivel general, las cosas son más complejas.
Renunciar al dinero compartiéndolo
Ya hemos visto que Jesús pide que el dinero al que se renuncia se entregue a los pobres, a los que sufren graves carencias en la satisfacción de sus necesidades básicas. Otra cita más para avalarlo: “Vended vuestros bienes y dad limosna” (Lc 12,32). Recuérdese que entonces la limosna era el modo de reparto que había; y que Jesús añade que, además de estar alentada por la compasión, se haga con total discreción (Mt 6,3-4) —“que tu mano izquierda no sepa lo que hace tu derecha”—, lo que desactiva las derivas negativas de aquella, como la humillación de quien recibe o el cálculo de beneficios personales por darla. De todos modos, teniendo presentes las miserias históricas e incluso injusticias que se han asociado a la limosna, conviene hoy reconducirla hacia lo que entendemos por “compartir” los bienes, orientados solidariamente por el ideal de una sociedad en la que todas las personas puedan tener satisfechas sus necesidades básicas.
El enfoque estructural
Pensando en la proyección secular generalizada de esta cuestión, no debe ignorarse que entre los tiempos de Jesús y los nuestros ha habido grandes cambios sociales. Destaco dos.
El primero tiene que ver con el espacio público. Hemos declarado derechos universales, entre ellos los derechos sociales, que, como tales, deben ser amparados por los Estados. Con lo que la pobreza que los niega pasa a ser, decisivamente, una cuestión pública. Las instituciones públicas, a través de la justa redistribución de la riqueza en la que estamos implicados todos los ciudadanos, son las responsables primarias de combatirla. La cercanía a los textos de Jesús (que no pretendía definir la organización del Estado) debe inspirar primariamente un firme compromiso por esta expresión de la justicia, de modo tal que las aportaciones personales, por ejemplo, a organizaciones sociales, se vivan como un añadido de solidaridad en unos casos, o, en otros, como apoyos que anhelan ser provisionales ante lo que no cubren los Estados.
El segundo rasgo de novedad tiene que ver con el imponente incremento del reino del dios dinero a nivel local y global. Piénsese en los mercados bursátiles en los que el dinero se usa estrictamente para producir más dinero, sin rastro de piedad, en los que se juega con los precios de los alimentos básicos o los puestos de trabajo… Dejarse impactar por el desvelamiento que Jesús hace de la divinización del dinero, en cada uno de nosotros y en las organizaciones, puede ser inspirador y motivador de lo que deba hacerse.
El análisis y la definición de las categorías “común-público” / “particular-privado” es una cuestión tradicional en la filosofía que arranca ya en Grecia y que se mantiene en el debate filosófico a lo largo de la historia. Es bien conocida la reflexión medieval y renancentista sobre el concepto de “bien común” y posteriormente, en el liberalismo decimonónico, la distinción entre lo público y lo privado. También ha sido analizada en profundidad la cuestión de la propiedad privada como fundamento del orden político y social y su limitación en términos de la función social y de las necesidades públicas. Pero es probablemente en nuestro tiempo de cambio de milenio cuando se ha puesto de manifiesto, en el marco de los procesos llamados de “globalización”, un desarrollo exponencial de lo privado a expensas de lo común/público.
Como dice la filósofa Nancy Fraser, se ha ahondado en la “contradicción social del capitalismo”, que consiste en negar la dependencia de las actividades económicas del entramado de instituciones y organizaciones públicas a nivel estatal e internacional que hacen posible el desarrollo de la actividad productiva y de las actividades de reproducción social (cuidado, atención sanitaria, red de transporte, saneamiento, escuelas, ciencia…). Nos hemos percatado de ello, dramáticamente, en el contexto de la actual pandemia.
Desde una perspectiva histórica, se ha demostrado que la superación de las enfermedades infecciosas en el siglo XIX no se debió tanto al avance de la ciencia (tratamientos médicos, vacunas) sino al hecho de la mejora de las condiciones laborales, salarios y alojamientos, fruto de la resistencia de los trabajadores organizados en sindicatos. Incluso el descenso de las enfermedades infecciosas en algunos países industriales fue previo al descubrimiento y aplicación masiva de intervenciones médicas. Resultaron decisivas, por ejemplo en Reino Unido, la limitación del trabajo infantil, la introducción de la jornada laboral de 8 horas, el aumento de los salarios que permitió una mejor alimentación y las reformas higiénico-sanitarias que empezaron a eliminar los peores contextos ambientales dañinos para la salud.
Es muy elocuente esa frase que dice: “Usted lo que necesita no es un psicólogo/médico sino un sindicato”. Como recuerdan Marta Carmona y Javier Padilla, la medicina y la psicología son utilizadas en muchísimas ocasiones como instrumentos de atomización de las respuestas colectivas, de responsabilización individual sobre problemas en los que la responsabilidad hace mucho que quedó fuera del individuo; la lucha colectiva por los derechos laborales debería ser uno de los objetivos de la acción comunitaria en salud.
Si algo nos ha mostrado esta pandemia que padecemos es que se trata de un fenómeno social complejo y no estrictamente médico o sanitario; pensemos en el impacto sobre el trabajo, la economía, los transportes, la educación, la vida social, el urbanismo… Aunque todas y todos podemos ser afectados por la enfermedad, no poseemos la misma capacidad para responder a la misma, que depende de condiciones materiales y sociales como la renta, la vivienda, el trabajo, el género, la edad… Pensemos en el terrible impacto de la enfermedad en las residencias de mayores, que ha de obligarnos a replantear profundamente el modelo de cuidado para la longevidad; o la expansión del virus allá por verano entre trabajadores del campo indocumentados que convivían hacinados y sin las mínimas condiciones higiénicas (sigue habiendo en España más de 400.000 migrantes sin regularizar mientras que otros países, como Portugal, desarrollaron una rápida regularización como medida no solo humanitaria sino de control de la pandemia).
Por el contrario, se ha favorecido un descenso del gasto público en sanidad, educación y servicios públicos en general cuyo resultado es la desinversión en protección social y una organización social del cuidado dualizada, dividida entre aquellos que pueden contratar cuidados a bajo precio y los que se los proporcionan a los primeros. Y este esquema se repite en el sistema centro-periferia con el surgimiento de las cadenas trasnacionales de cuidados que atraen a mujeres migrantes a Europa para suplir el déficit de cuidados, al tiempo que éstas delegan el cuidado de sus propias familias en sus comunidades de origen. Los recortes en servicios de apoyo a las familias como las guarderías y los centros de día se unen a la precarización del sector servicios en el que se concentra gran parte del empleo femenino.
Todo ello viene a abundar en el debilitamiento de las estructuras de pertenencia social de modo que este post-capitalismo no constituye un mero programa económico sino una forma específica de racionalidad política que no se limita a impedir la intervención del Estado, sino que por el contrario expande la lógica del mercado a todos los rincones de la vida social.
El debilitamiento del lazo social es paralelo a la aparición de un nuevo ethos individualista que representa al actor social como consumidor de experiencias vitales en lo que se ha llamado una “mercantilización de la vida íntima”.
A las implicaciones sociológicas de la merma de sentido comunitario se ha añadido un “individualismo de la desposesión”, del empobrecido, del desposeído incluso de sus derechos, abocado a la lógica del “sálvese quien pueda” y la ley del más fuerte. Una de sus manifestaciones más recientes es la floreciente industria editorial de los libros de autoayuda que tratan de orientar al individuo en la “búsqueda de soluciones biográficas a situaciones sistémicas”, en palabras de Zygmunt Bauman, a la par que se le responsabiliza de todo, convirtiendo en fracasos personales las distintas fuentes de sufrimiento social. Con ello se naturaliza la desigualdad y se deslegitiman los sistemas de ayuda mutua. Y esto, además, se completa con la criminalización del pobre y del excluído (aporofobia), en un proceso de menos estado social y más estado penal.
En paralelo, este contexto denominado “neoliberal” (aunque tenga muy poco de liberal) propicia la concentración y acumulación de los grandes poderes económicos y financieros en formas libres de límites y de controles que, además, tienden a cooptar las instituciones públicas para beneficio de sus intereses privados (pensemos en los lobbies farmacéuticos, en las grandes empresas TIC, en las multinacionales agroalimentarias, por citar solo algunos sectores muy destacados y que inciden directamente sobre la vida de las personas).
Paradójicamente, este tipo de concentración de poder está causando una profunda erosión de los ámbitos de privacidad e intimidad de los individuos. La vigilancia y el control a través de los servicios de telefonía, los algoritmos y la analítica de big data (controlados por grandes oligopolios globales) están invadiendo y colonizando cada vez más esferas de la vida privada e íntima de los individuos, favoreciendo la uniformidad, la homegeneidad cultural y el control social por parte de actores privados enormemente poderosos (hasta el punto de poder manipular procesos de elecciones democráticas). Es lo que se denomina, “capitalismo de vigilancia”. Y en esas estamos.
Si 2020 ha sido el año de la pandemia, 2021 va a ser el año de la vacuna; mejor, de las vacunas (y no sólo de las vacunas farmacológicas). Nunca antes en la historia de la ciencia se había desarrollado un proceso tan rápido de elaboración de vacunas ni se habían puesto tantos medios humanos y técnicos para el desarrollo de un medicamento, concitándose una colaboración global en la consecución del mismo. Ahora están siendo aprobadas e inoculadas las primeras vacunas contra la COVID-19 y se esperan varias más a lo largo de este año.
Sin duda, las vacunas han sido la medida más eficaz, barata y segura en salud pública; ninguna otra actividad sanitaria ha proporcionado mayor beneficio con relación al riesgo y al coste. Pensemos en vacunas imprescindibles y muy beneficiosas contra la difteria, polio, rubeola, sarampión, tétanos, tos ferina. Otras necesarias de uso ocasional contra la rabia o la fiebre amarilla. La acción combinada de las vacunas, los antibióticos y las mejoras socioeconómicas transforman radicalmente el perfil de salud de las poblaciones.
Y esto último es crucial. Porque la salud y la enfermedad no dependen únicamente de las intervenciones sanitarias, de los sistemas de salud, de los medicamentos y las vacunas. La salud y la enfermedad están estrechamente condicionadas por lo que se conoce como los “determinantes sociales” (las causas de las causas): Los resultados en salud se ven afectados adversamente por la pobreza, el desempleo y las malas condiciones de vida. La salud pública y la epidemiología han puesto de relieve que un buen estado de salud depende de la educación, de los ingresos, del medio ambiente, más que de la atención sanitaria que se recibe. Así, un informe reciente de la prestigiosa revista The Lancet señalaba que el estatus socioeconómico bajo es uno de los indicadores más importantes de morbilidad y mortalidad prematura en el mundo. Es bien conocido el dicho de que para tu salud es más importante tu código postal que tu código genético.
Desde una perspectiva histórica, se ha demostrado que la superación de las enfermedades infecciosas en el siglo XIX no se debió tanto al avance de la ciencia (tratamientos médicos, vacunas) sino al hecho de la mejora de las condiciones laborales, salarios y alojamientos, fruto de la resistencia de los trabajadores organizados en sindicatos. Incluso el descenso de las enfermedades infecciosas en algunos países industriales fue previo al descubrimiento y aplicación masiva de intervenciones médicas. Resultaron decisivas, por ejemplo en Reino Unido, la limitación del trabajo infantil, la introducción de la jornada laboral de 8 horas, el aumento de los salarios que permitió una mejor alimentación y las reformas higiénico-sanitarias que empezaron a eliminar los peores contextos ambientales dañinos para la salud.
Es muy elocuente esa frase que dice: “Usted lo que necesita no es un psicólogo/médico sino un sindicato”. Como recuerdan Marta Carmona y Javier Padilla, la medicina y la psicología son utilizadas en muchísimas ocasiones como instrumentos de atomización de las respuestas colectivas, de responsabilización individual sobre problemas en los que la responsabilidad hace mucho que quedó fuera del individuo; la lucha colectiva por los derechos laborales debería ser uno de los objetivos de la acción comunitaria en salud.
Si algo nos ha mostrado esta pandemia que padecemos es que se trata de un fenómeno social complejo y no estrictamente médico o sanitario; pensemos en el impacto sobre el trabajo, la economía, los transportes, la educación, la vida social, el urbanismo… Aunque todas y todos podemos ser afectados por la enfermedad, no poseemos la misma capacidad para responder a la misma, que depende de condiciones materiales y sociales como la renta, la vivienda, el trabajo, el género, la edad… Pensemos en el terrible impacto de la enfermedad en las residencias de mayores, que ha de obligarnos a replantear profundamente el modelo de cuidado para la longevidad; o la expansión del virus allá por verano entre trabajadores del campo indocumentados que convivían hacinados y sin las mínimas condiciones higiénicas (sigue habiendo en España más de 400.000 migrantes sin regularizar mientras que otros países, como Portugal, desarrollaron una rápida regularización como medida no solo humanitaria sino de control de la pandemia).
Por ello, la vacuna realmente duradera contra esta y otras pandemias será la “vacuna social”, esto es, aquellas intervenciones que mejoren las condiciones de vida, de trabajo, de educación, de vivienda… y que contribuyan a reducir la desigualdad social —que deviene desigualdad en salud.
La pandemia, la enfermedad, el sufrimiento, requieren intervenciones complejas que contemplen no solo la atención sanitaria o el desarrollo de vacunas y medicamentos, sino que se ocupen de los determinantes económicos y sociales como son las condiciones de vida, el alimento y el agua potable, la vivienda, la educación o una mínima seguridad (en su sentido amplio comentado también aquí). La ciencia debe reconocer su modestia y su limitación.
Y junto a la vacuna social, afrontamos el reto de la distribución global de las vacunas farmacológicas. Asegurar una distribución a todos los países al margen de su capacidad económica no solo es un imperativo ético, sino un interés compartido, ya que los brotes que no se traten en cualquier parte del mundo pueden repercutir en el resto del planeta, como ha demostrado claramente esta pandemia. Nadie estará a salvo si no estamos todos a salvo.
En el artículo anterior hemos visto la indignada crítica de Jesús a los poderes religiosos y políticos. Pero hay otro gran poder que los impregna y los desborda: el del dinero. Contra él también expresa su indignación, de la forma más vehemente en la expulsión de los mercaderes del Templo (Mt 21,12-13; Mc 11,15-17; Lc 19,45-46; Jn 2,13-17). Pero va más allá. En los evangelios sinópticos nos encontramos con la sorpresa de que, por un lado, al dinero se le menciona mucho y, por otro, se muestra a Jesús en radical confrontación con él.
“Mammon” exige ser Dios
En principio, puede decirse que el dinero fue un gran invento. Los humanos necesitamos intercambiarnos bienes muy dispares. ¿Cómo hacer el cálculo equitativo de su valor, para que el intercambio sea justo? Remitiéndolos a la misma unidad de medida: el dinero, como tal puro medio. Pero ha resultado ser un invento envenenado. Como observó Aristóteles, “el dinero todo lo iguala”, a todo reduce a su precio monetario, con lo cual el supuesto instrumento puro hace posible instrumentalizarlo todo, también lo éticamente no instrumentalizable. Hay más. Dado que tiende a acumularse en pocas manos, estas, gestionándolo a su favor, pueden manejarlo para acumular más dinero, incluso a costa de la explotación de los más débiles; piénsese en la especulación internacional en torno a los precios de los alimentos básicos y en su impacto catastrófico en las poblaciones amenazadas por el hambre. Así, tal poder, anhelado, transforma al dinero en fin en sí, hace que se le persiga por sí mismo.
En la contundente denuncia que Jesús hace del poder del dinero sobre nosotros, late una comprensión de fondo de todo esto: “Nadie puede servir a dos señores; porque aborrecerá a uno y amará a otro; o bien se entregará a uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y al dinero” (Mt 6,24; Lc 16,13). Jesús sitúa la disyuntiva en el espacio religioso –y las comunidades de creyentes deberían tenerla muy presente-. Pero puede inspirar una versión secular: “no podéis servir al dinero y a la justicia y la solidaridad –esto es, a los demás-, porque inevitablemente os entregaréis a uno y despreciaréis a otro”.
Cabe pensar que no hay que plantear la disyuntiva, que con el dinero se puede servir a la justicia, que incluso se precisa dinero para hacerlo. Pero, fijémonos, Jesús no habla de “tener-usar” dinero, sino de “servirle” (metafóricamente, lo personaliza, es “Mammon”) hasta el punto de que reclama que le adoremos, que le hagamos el Absoluto. Su desconfianza hacia él es radical, sabe lo poderoso que es para cautivar a nuestra persona entera, para hacernos sus siervos, bloqueando ser servidores de quienes son valor-fin, las personas, incluso haciéndoles medio. Jesús se atreve a usar una metáfora de fondo monetario para subrayar la disyuntiva: “donde está tu tesoro [lo que apreciamos por encima de todo, lo que capta nuestro corazón y es el centro de nuestras vivencias], allí estará también tu corazón” (Mt 6,21; Lc 12,34). ¡Y es tanta la fuerza seductora del dinero para ocupar este lugar!
El dinero como poder
Cuando nos atrae el dinero es porque pensamos que seremos su señor y lograremos con él otros fines: no meramente satisfacer nuestras necesidades, sino tener un plus de seguridad o de comodidades y disfrute, o de poder. Me remitiré a la seguridad cuando aborde la sabiduría de Jesús ante el dinero. Respecto al poder, tendemos a auto-ocultamos que nos domina, pero sí es cierto que con él podemos dominar a otros. A veces financiando la violencia destructora, otras en forma de manipulación, explotación o marginación.
Jesús sufre en propia carne el uso del dinero para violentarle. Con treinta monedas de plata, los Sumos Sacerdotes y los Ancianos compran la traición de Judas (Mt 27,3-9) que facilitará su apresamiento, enjuiciamiento y condena a muerte. Judas se arrepiente y arroja lo recibido. Se desprende de su dominio, que probablemente no era fuerte, aunque no consigue reconfigurar su culpa para acudir a Jesús y se ahorca. Los que le compraron siguen con su violencia sin ninguna culpa, con autojustificación. Hasta retoman las monedas, eso sí, para gastarlas respetando los principios de pureza ritual.
La violencia del dinero en forma de marginación queda muy bien reflejada en la parábola del rico y el pobre Lázaro (Lc 16,19-31). Pide una amplia interpretación y además se sitúa en un marco religioso. Por eso, ofrezco solo un breve apunte. El rico, en su opulencia, ignora totalmente al pobre, sumido en la miseria, al que tiene al lado. Su condena tras la muerte, le abre los ojos respecto a él y respecto a Lázaro, pero descubre que el dinero le bloqueó la posibilidad de abrirse a otras realidades solidarias, y que sigue bloqueando a sus familiares y amigos. Habrá que seguir con estas reflexiones.
A primera vista puede parecer que la compasión, tan presente en la vida y enseñanza de Jesús, es incompatible con la indignación. Un apunte del artículo anterior ha puesto de manifiesto que no es así. Jesús se indigna en reiteradas ocasiones. Con lenguaje religioso, hablamos de indignación profética. Puede inspirar su versión secular el ver cómo la vive ante los abusos de los poderes sociales del tipo que sean: religiosos, económicos o políticos.
Indignación frente a los poderes políticos
Jesús sufrió hasta el extremo el abuso del poder político, enlazado con el poder religioso: hasta ser condenado a muerte de cruz. Los evangelios recogen pocas referencias explícitas a él. Pero en ellas la crítica de Jesús es demoledora. El principal texto es este: “Sabéis que los jefes de las naciones las gobiernan tiránicamente y que los magnates las oprimen” (Mt 20,25-26). Hay otra referencia cuando le aconsejan que se esconda porque Herodes quiere matarle y él responde : “Id y decid a ese zorro: Sábete que hoy y mañana expulso demonios y realizo curaciones, y al tercer día acabaré. Hoy, mañana y pasado tengo que continuar mi viaje, porque es impensable que un profeta pueda morir fuera de Jerusalén” (Lc 13,32-33). No es fácil precisar el significado de zorro, pero sea cual sea, evidentemente es crítico. Y lo que le comunica a Herodes es que seguirá con su misión hasta el final.
La visión de Jesús sobre el poder político es, pues, muy pesimista. Dado lo que le tocó vivir, parece lúcida. ¿Contempla la posibilidad de que sea de otro modo? No es fácil decirlo. Pero si así fuera, da una pista para ello a continuación de la primera cita, aunque no la aplique directamente a este poder: “El que quiera ser importante entre vosotros que sea vuestro servidor”. Solo si se muestra como servicio al bien público, aunque sea imperfecto, tendrá sentido moral.
Indignación frente a los poderes religiosos
En su día a día, Jesús polemizó directamente con el poder religioso, no tanto con los saduceos, ricos y politizados, como con los maestros de la ley y fariseos, más cercanos al pueblo. Es muy probable que haya exageración en los textos evangélicos, reflejo de la polémica que continuó en el primer cristianismo (sobre todo en la comunidad del evangelista Mateo), pero el contenido de las críticas de Jesús a los abusos de este poder es certero, muy a tener en cuenta por las autoridades que, religiosa o laicamente, gestionan los mundos de sentido. Destaco algunas:
“Atan cargas pesadas e insoportables, y las ponen a la espalda de los hombres; pero ellos no mueven ni un dedo para llevarlas. Todo lo hacen para que los vea la gente: ensanchan sus filacterias y alargan los flecos de su manto; les gusta el primer puesto en los convites y los primeros asientos en las sinagogas; que los saluden por la calle y los llamen maestros”. […] “¡Ay de vosotros, maestros de la ley y fariseos hipócritas, que pagáis el diezmo de la menta, del anís y del comino, y descuidáis lo más importante de la ley: la justicia, la misericordia y la fe! […] ¡Guías ciegos, que coláis el mosquito y os tragáis el camello!” […] “¡Ay de vosotros, maestros de la ley y fariseos hipócritas, que os parecéis a sepulcros blanqueados: por fuera parecen bonitos, pero por dentro están llenos de huesos de muerto y podredumbre! Lo mismo pasa con vosotros: por fuera parecéis justos ante los hombres, pero por dentro estáis llenos de hipocresía y de maldad”. (Mt 23,4-7.23-24.27-28; ver también Lc 11,42-46).
Añado esta otra crítica a los maestros de la ley: “Estos que devoran los bienes de las viudas con el pretexto de largas oraciones, tendrán un juicio muy riguroso” (Mc 12,40).
Indignación y compasión
Aristóteles dice que un sentimiento se desarrolla en virtud si se tiene “cuando es debido (en la indignación, cuando hay injusticia), por aquellas cosas (las injusticias cometidas) y hacia aquellas personas debidas (las que las cometen y en cuanto las cometen), y por el motivo y de la manera que se debe (sin que la expresión de la indignación suponga injusticia)” [los paréntesis son míos]. La indignación es virtud si cumple estos requisitos. Los evangelios dejan ver bien que Jesús se indignó de esta manera.
Cuando la compasión se dirige a las víctimas de la injusticia, se completa oportunamente si es también indignación por la violencia causada por sus victimarios. No solo no son sentimientos enfrentados sino que, en esas circunstancias, se ajustan mutuamente. La compasión que Jesús nos propone avanza más: se abre a la compasión al victimario no en cuanto tal, sino en cuanto persona, por su autodestrucción, esperando que se arrepienta para que pueda así recibirla.