Una de las expresiones más importantes de la ética es hoy la bioética. Entre los ámbitos que contempla está el de la atención a la enfermedad. Lo decisivo de ella se juega en la relación de cuidado. Pues bien, en el evangelio podemos localizar pistas relevantes para alentar y orientar esta relación.
La relación de cuidado en los “milagros” sanadores de Jesús
Jesús enseñaba y actuaba. En su actuación destacaron las curaciones, que fueron consideradas milagros por sus contemporáneos, esto es, gestos maravillosos, a través de los cuales hacía la compasión que enseñaba. Se ha hecho un muy serio análisis crítico antropológico-histórico de ellos, con las conclusiones más básicas de que Jesús hacía curaciones, contando con la fe del paciente y tocando a los enfermos. Y, por supuesto, se han hecho lecturas teológicas sobre su sentido para el creyente.
Dicho esto, aquí me ceñiré a una mirada ética sobre lo que dicen los textos sinópticos. Desarrollaré la idea de que en los modos de sanar de Jesús que presentan los relatos, encontramos pistas relevantes para inspirar lo que, en un marco secular, debe ser la relación de cuidado. Esa relación en la que hay que realizar la sanación de los enfermos curables, el acompañamiento de los enfermos terminales y el apoyo a las personas con dependencias relevantes sostenidas.
De la relación de cuidado, considerada éticamente, se destaca que hay de arranque una asimetría entre quien necesita ser cuidado y quien tiene capacidad para curarle. Puede ser ocasión para el abuso de poder: blando, en forma de paternalismo, duro, como dominación. Abuso que queda neutralizado, recomponiéndose positivamente la asimetría, cuando se hacen presentes tres sentimientos/virtudes básicas, en su interrelación: el respeto a la persona, la compasión hacia el enfermo, la confianza mutua. Veamos desde este esquema la actividad sanadora de Jesús.
Los momentos de la relación sanadora
Jesús tuvo una intensa actividad sanadora. Los tres sinópticos concluyen así la crónica de un día: “Al ponerse el sol, le llevaron enfermos de todo tipo; y él, poniendo las manos sobre cada uno, los curaba. Le traían también muchos endemoniados y él, increpando a los demonios, los expulsaba de ellos” (Ver Mc 1,32-34; Mt 8, 16-17 y Lc 5,40-41). Nos describen cerca de veinte curaciones. Si se leen con atención, cada una es única. Puede, de todos modos, darse cuenta de momentos similares en la mayoría de ellas, realizados singularmente en cada caso, que nos ofrecen la pauta de la relación sanadora.
En general pero no siempre, hay inicialmente una petición del enfermo o de un familiar, a veces expresada sencillamente, otras con mucho énfasis, otras con gran delicadeza: “si quieres, si puedes…”. Siempre apelando a la compasión de Jesús, en bastantes casos expresamente y en los demás implícitamente.
Hay, en segundo lugar, una acogida compasiva por parte de Jesús. A veces se deja constancia de ello, en las demás ocasiones son las obras las que la muestran. A veces, la compasión es pedida a Jesús expresamente por el enfermo. En otras, no mediando ninguna petición, es la mirada compasiva de Jesús la que lo dinamiza todo (por ejemplo, ante el hijo fallecido de la viuda de Naín: Lc 7,11-15).
En tercer lugar, la curación de Jesús se realiza por la síntesis de la fuerza sanadora que emana de él y la fe/confianza del enfermo. A veces, Jesús la pide expresamente: ¿creéis que puedo hacerlo?, les pregunta a dos ciegos (Mt 9,27-31). En la mayoría de los casos la reconoce en el sufriente, resaltando su relevancia: “tu fe te ha curado” o “hágase según tu fe”.
En cuarto lugar, la curación se realiza a través de la relación sanadora, del contacto interpersonal. Este se expresa a través del diálogo. Pero hay también un contacto más íntimo, a través del tacto, con frecuencia pedido por los enfermos. Jesús les toca, también a los leprosos, les toma de la mano, les levanta, les impone las manos. A veces, especialmente en Marcos, el contacto es especialmente intenso, extraño para nuestra sensibilidad: echa saliva en los ojos del ciego, mete los dedos en los oídos del sordomudo y toca su lengua con saliva (con delicadeza, en estos casos les aparta de la gente: Mc 7, 31-37 y 8,22-26)
Por último, el final testifica el trasfondo de respeto al enfermo en todo el proceso. Jesús no le retiene: “vete en paz”, “no se lo digas a nadie”, “toma a tu hijo o hija”. Algunos así lo hacen, otros no le hacen caso y lo pregonan, o le siguen, pero es decisión de ellos.
Salvando las distancias culturales, ¿no puede verse en todo ello una fuente de inspiración para las relaciones de cuidado que reclama la bioética?
Decía Foucault en Las palabras y las cosas que por un lado están las cosas y por otro lo que decimos de ellas. La palabra no nombra la cosa, la construye, y el significado nunca es inocente. Podemos pensar lo que podemos nombrar y el discurso delimita lo pensable. En definitiva, hacemos cosas con las palabras.
Por ello, las narraciones amplían la visión de los asuntos y nos informan de modo privilegiado de las vivencias recurrentes y compartidas por los seres humanos, esos seres intrínsecamente vulnerables, preciosos y patéticos, a los que se refiere Jorge Luis Borges en El inmortal:
“La muerte (o su alusión) hace preciosos y patéticos a los hombres. Estos se conmueven por su condición de fantasmas; cada acto que ejecutan puede ser el último; no hay rostro que no esté por desdibujarse como el rostro de un sueño. Todo entre los mortales tiene el valor de lo irrecuperable y de lo azaroso.”
Nos contamos nuestra historia en relatos autobiográficos, la contamos a otras personas, otras nos cuentan a nosotros y también hay historias de ficción que representan casos o arquetipos. Los relatos son una forma de conocimiento indirecto, complementario de los datos y las evidencias, que ofrecen otra perspectiva de la experiencia humana:
“(…) el velo de la escritura introduce cierta distancia para la reflexión y, a la vez, crea un marco que estructura y presta algún sentido a lo que se cuenta.”
(Teresa López de la Vieja,
Bioética y literatura).
Y es que los encuadres, los marcos (frames) configuran la interpretación de la realidad. Lakoff y Johnson lo analizaron brillantemente en su obra sobre las metáforas en las que vivimos (Metáforas de la vida cotidiana). Así, hay pocas experiencias más perturbadoras y, a la vez, más comunes que la enfermedad y el dolor y, en tanto en cuanto es difícil expresarlas, contarlas y explicarlas, hay que escuchar y leer las historias (reales o de ficción) sobre estas experiencias singulares.
Las ficciones, los relatos hipotéticos, el arte, nos ofrecen una aproximación a la verdad que preserva el carácter privado de algunas experiencias que no están ni deben estar expuestas a todos. Historias que son una invitación para reflexionar de otra manera sobre lo real. La verdad de las mentiras de las que habla Mario Vargas Llosa, una forma humana y fundamental de pensar. En palabras, bellas, de Iris Murdoch en La soberanía del bien:
“El arte no es entonces una diversión o una cuestión secundaria, es la más educativa de todas las actividades humanas y un lugar en el que se puede ver la naturaleza de la moralidad. El arte da un sentido claro a muchas ideas que parecen más desconcertantes cuando nos las encontramos en otros lugares, y es una indicación sobre lo que ocurre en otros lugares. (…) El arte perfora el velo y da sentido a la noción de una realidad que se encuentra más allá de la apariencia; exhibe la virtud en su forma verdadera en el contexto de la muerte y el azar”.
Las historias, especialmente las contadas a través de la literatura pero también las que se narran en el cine y a través de otras formas artísticas, nos sitúan en el lugar del otro, una operación harto compleja, con dimensiones cognitiva, imaginativa, emocional, social, moral y hasta política.
Reconocer la voz del otro concreto conlleva, sin duda, poner en lugar central de la reflexión ética las relaciones de cuidado, las necesidades y apoyos fruto de nuestra intrínseca vulnerabilidad e interdependencia, algo sobre lo que hemos insistido en estas páginas. En este sentido, decía José Saramago en Las pequeñas memorias:
“Yo escribo, Pilar escribe, traduce, habla en la radio, cuida del marido, cuida la casa, cuida los perros, hace las compras, prepara la comida, se encarga de la ropa, envía la correspondencia, dialoga con el mundo, organiza el empleo del tiempo, recibe a los amigos que vienen a vernos y escribe, y traduce, y habla en la radio, y cuida del marido, y de la casa y de los perros, y sale a hacer las compras, y vuelve para hacer la comida, y escribe, y traduce, y habla en la radio, se encarga de la ropa y recibe a los amigos, y sigue, incansable dialogando con el mundo, y dice: «estoy cansada», y luego dice: «pero no importa». Yo mientras escribo”.
En la medida en que hacemos cosas con las palabras, mimando las palabras, los relatos, las historias, las narraciones, haremos mejor pensamiento y mejor cuidado, embelleciendo la vida propia y la de los demás.
Existen diferentes y diversas concepciones del bien. Buena parte de la ética es una reflexión sobre el sentido de la palabra “bueno”, sobre la posibilidad o no de definirlo y sobre la determinación de lo que es un bien o un valor. Desde la antigüedad, la filosofía se ha preguntado por cómo es una persona buena, por si podemos hacernos moralmente mejores, por si es posible la educación moral.
De un modo muy sencillo podemos definir la bondad como la inclinación hacia el bien, sea cual sea la concepción del bien que adoptemos (como felicidad, como bienestar, como virtudes, como deberes).
Inevitablemente, si hablamos del bien, nos encontramos con su reverso, el mal, el cinismo, la crueldad. Así, se dice que un acto es moralmente bueno cuando tiene un carácter benéfico (o beneficioso) y un acto es moralmente malo cuando tiene un carácter maléfico (o dañino).
En estos meses sometidos a la dura experiencia de una pandemia hemos podido observar y admirar conductas y comportamientos bondadosos: Personal sanitario de todo tipo trabajando hasta la extenuación, ofreciendo no solo lo mejor de su conocimiento experto sino el apoyo y el acompañamiento en la enfermedad, el sufrimiento y la muerte. Una calidad asistencial que deviene en calidez, en empatía, en preocupación por el otro. Vecinos y extraños ayudando a personas vulnerables, con necesidades, en situaciones sociales y económicas difíciles. Profesores y estudiantes esforzándose porque nadie se quedara atrás en las escuelas. Servicios de limpieza, supermercados, repartidores… todas y todos manteniendo una gran red para sostener la vida en tiempos de enfermedad y muerte, en tiempos de crisis sanitaria, social, económica y emocional, demostrando simpatía solidaria y buena voluntad hacia el prójimo.
La bondad tiene que ver, por tanto, con el afecto hacia los otros, con la sensibilidad hacia los demás, con la compasión que nos vincula con los gozos y sufrimientos del otro. Por ello la bondad se dice de muchas maneras: simpatía, generosidad, colaboración, benevolencia, caridad, piedad… tener buen corazón.
La bondad tiene que ver con la común vulnerabilidad de la que hemos hablado en otras ocasiones, con nuestra interdependencia, con nuestra condición finita y mortal. Decía Iris Murdoch en La soberanía del bien que la bondad está relacionada con la aceptación de la muerte real, del azar, de la fugacidad real, que es una aceptación de nuestra propia nada, que es una incitación automática a que nos concierna lo que no somos nosotros mismos; por ello la bondad está conectada con el intento por ver el no-yo, por ver y responder al mundo real a la luz de una consciencia virtuosa.
Pero la bondad se nos presenta habitualmente como aburrida, cursi, o, cuanto menos, falsa e hipócrita, porque sería simplemente egoísmo camuflado: autosatisfacción, narcisismo disfrazado o una forma encubierta de agresividad (siempre se puede, por seguridad, ser amable). Aunque, si la bondad es también una alegría, ¿que tendría de malo? Marco Aurelio, Rousseau o Hutcheson afirmaban que la benevolencia, ser bondadoso, era el verdadero placer del hombre, su alegría de vivir y el modelo supremo de la felicidad humana; si la bondad es amor a uno mismo, nada podría ser mejor ni más generoso.
En cambio, la maldad se muestra más atractiva, los personajes malvados cautivan, el cinismo se presenta como lo inteligente, el egoísmo es la norma. Se ridiculiza a las buenas personas, bien como ingenuos y perdedores, bien como tontos y utópicos. Se ha llegado a decir que ceder a la bondad es una debilidad “femenina”, entendida como un sentimiento blando, irracional y destinado, como mucho, a la esfera íntima y familiar que se ha identificado con las mujeres (lejos de las salas de juntas de las empresas, del ágora política, del espacio público).
La historia nos ha mostrado que las personas somos egoístas, competitivas, codiciosa y violentas, como recuerdan con ahínco los escépticos de la bondad desde Hobbes. Y es cierto que el sistema económico y social en el que vivimos no está hecho por y para espíritus bondadosos. La gran paradoja del capitalismo moderno es que destruye las mismas instituciones sociales en las que se apoyó: la familia, el trabajo y la comunidad.
El conflicto es una parte inherente de la vida y la “falsa bondad” que no lo reconoce distorsiona nuestra percepción y deviene en sensiblería o sentimentalismo. El daño, la frustración y el odio son experiencias netamente humanas que la bondad no desdeña. Por ello, una bondad realista se manifiesta atenta, precisamente, al daño, al sufrimiento y a nuestra propia ambivalencia.
¿Por qué nuestra sociedad tacha la bondad de debilidad y recompensa el comportamiento despiadado? ¿Por qué tiene tan buena prensa la maldad? ¿Es peligrosa la bondad? ¿Qué hay de malo en ser bueno?
“Hace falta volver a sentir que nos necesitamos unos a otros, que tenemos una responsabilidad por los demás y por el mundo, que vale la pena ser buenos y honestos. Ya hemos tenido mucho tiempo de degradación moral, burlándonos de la ética, de la bondad, de la fe, de la honestidad, y llegó la hora de advertir que esa alegre superficialidad nos ha servido de poco. Esa destrucción de todo fundamento de la vida social termina enfrentándonos unos con otros para preservar los propios intereses, provoca el surgimiento de nuevas formas de violencia y crueldad e impide el desarrollo de una verdadera cultura del cuidado del ambiente”. (Francisco, Laudato Si).
La compasión es quizá el sentimiento/virtud clave de los evangelios. No siempre es bien entendida y, por eso, llega a ser menospreciada. La conocida parábola del samaritano (Lc 10,29-37) nos la muestra con gran finura. Y se deja leer secularmente tal como está.
La víctima
Recordemos el relato. “Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó”. Le asaltaron unos bandidos, le despojaron de todo, “lo molieron a palos” y “le dejaron medio muerto”. He ahí la víctima, descrita muy expresivamente con enorme sobriedad. En total soledad, incapaz de la mínima iniciativa. Con todo, de su mera presencia emana una muda pero contundente petición de amparo.
Pasaron luego por el camino, sucesivamente, un sacerdote y un levita, los buenos de aquella sociedad. “Lo vieron” –destaca el texto-, “dieron un rodeo” –decidieron no dejarse impactar por la víctima- y “pasaron de largo”. Esto es, la abandonaron, la revictimaron. Se discute si pudieron hacerlo por guardar las leyes de pureza ritual: otro modo de abandono más refinado y con implicaciones institucionales religiosas.
El samaritano
Pasó luego un samaritano, un enemigo para los judíos, un apestado espiritual al que hay que marginar. Presuponiendo como lo más probable que la víctima fuera judía, se esperaría de él que siguiera su camino tras un gesto de menosprecio. Pero, con gran sorpresa para los oyentes del relato, se dejó impactar por ella. “Sintió compasión de él”, experimentó en su interior com-pasión, esto es, un “sufrir-con” la víctima. El samaritano no dice nada, solo siente, profunda y auténticamente. Gran delicadeza. La compasión, normalmente, precisa parquedad de palabras que la expresen.
Lo que sí pasa a ser exuberante es la iniciativa que ese sentir hace brotar de él. “Se acercó” –primer gesto clave- “y le vendó las heridas, echándoles aceite y vino; lo montó en su cabalgadura, lo llevó a la posada y le cuidó. Al día siguiente, dando dos denarios al posadero, le dijo: Cuida de él y lo que gastes de más te lo pagaré a mi vuelta”. Lo decisivo de la compasión es hacerla del mejor modo posible.
La compasión
Fijémonos con más detalle en el proceso compasivo del samaritano. Primero, se acercó, aceptó exponerse psíquicamente desnudo al grito mudo de la víctima: exposición a su impacto. Segundo, por efecto de ese impacto recibido de la víctima en él, esto es, motivado por ella, sintió la compasión hacia ella, más allá de cualquier diferencia y barrera social: realización plena de la receptividad. Tercero, alentado por la fuerza y el horizonte que le dio esa recepción, hizo la compasión, sobreabundantemente: no como cumplimiento de un deber por responsabilidad, sino como respuesta, como responsividad espontáneamente asentada en el vigor moral que le dio la receptividad.
Jesús expuso la parábola para responder a un maestro de la ley, a un “jurista”, que le preguntó quién era el prójimo al que se debía amar. Con el relato, Jesús le transforma la pregunta: no quién es el prójimo, sino “¿cuál de los tres se hizo prójimo?”. El letrado tuvo que reconocer que el samaritano, esto es, el supuestamente malo e identitariamente más lejano. La projimidad no es una cuestión de cercanía geográfica o identitaria, es cuestión de sintonía compasiva dispuesta a romper toda frontera, a hacer cercano al más lejano, desde un sentimiento de humanidad de alcance universal.
Hoy se dice a veces: quiero justicia, no compasión. Pero una compasión como la descrita no solo puede preceder a la justicia, alentando a ella, no solo puede continuar la labor de la justicia institucional cuando esta llega a su fin. Modula la propia realización de la justicia, afinándola, a la vez que esta vigila para que la compasión, desfigurándose, no se exprese como paternalismo o superioridad (algo inimaginable en el samaritano). Cuando esto sucede, podemos hablar de justicia compasiva.
En la parábola no se habla de justicia en sentido moderno. Pero en ella late el “sentido” de la justicia. Por razones como estas: si la dinámica compasiva acogedora espontánea es responsividad, el abandono de la víctima es ya fallo del deber de ayudar, de la responsabilidad; si, como tal, se expresa ante la singularidad del otro, al tratarse del otro sociológicamente extraño presupone disposición a expresarse ante cualquier otro, esto es, está abierta a la imparcialidad y la universalidad de la justicia -nadie que sufre una violencia del tipo que sea me es extraño-; lo cual implica que todo otro merece respeto y atención, esto es, diríamos hoy, es sujeto de dignidad. En la compasión responsiva samaritana está en germen la justicia compasiva, está presente su sentido, aunque falten la mediación institucional y sus principios formales.
Continuando con el tema de la responsabilidad, abordado en el artículo del mes pasado, retomemos otro texto evangélico que también nos remite a ella, el conocido como “el juicio final”. Para que no lleve a confusiones, no hay que ver en él la descripción empírica del “fin de los tiempos”. El mismo papa Benedicto XVI se refirió a él como una “estupenda parábola” –en la que son evidentes sus desarrollos apocalípticos-, con la que se nos quiere dar cuenta del criterio con el que seremos juzgados definitivamente.
¿Un texto secularmente asumible?
Puede considerarse que se trata de un texto muy marcadamente religioso, pues el juez que convoca y juzga es “el Hijo del hombre en su gloria”, dando así marchamo religioso al juicio que, además, se abre a un horizonte de vida transmundana. He dudado, por eso, en incluirlo aquí, teniendo en cuenta el objetivo de estos comentarios de expresar “el aliento ético del evangelio”. Pero es que, paradójicamente, tanto en el criterio objetivo del juicio sobre lo que hemos hecho en nuestra realidad mundana, como en la conciencia y vivencia en torno a él de los que son juzgados, toda referencia religiosa desaparece. Y el criterio como tal tiene consistencia secular, aunque en el juicio, esto es, solo a posteriori, se revele para el creyente un sentido religioso.
Recordemos el criterio objetivo: se nos juzgará únicamente por haber dado o no de comer al hambriento, de beber al sediento, de alojar al forastero, de vestir al desnudo, de visitar al enfermo y al encarcelado. Ninguna referencia a preceptos de contenido expresamente religioso. Tampoco a si se ha pertenecido o no a alguna confesión religiosa; el criterio iguala a ateos, agnósticos y creyentes de cualquier religión, les diferencian solo las obras.
En cuanto a la vivencia que tuvieron los afectados, se explicita cuando el Hijo del hombre, Jesucristo, enmarca ese criterio en un sentido religioso: si acogieron a los necesitados, a sus “hermanos más pequeños”, les dice, le acogieron a él; si no les acogieron, le rechazaron a él. Pues bien, tanto premiados como condenados se quedan totalmente sorprendidos de ello: lo que hicieron o dejaron de hacer no estuvo conscientemente motivado por esta identificación que les revela Jesús. Por lo que se sugiere en el texto, vivieron sus conductas desde una perspectiva puramente interhumana.
Es por todo esto por lo que no resulta extraña una lectura secular de este texto. Y por lo que puede darse una sintonía secular con él si se está de acuerdo en que, en última instancia, la evaluación moral de nuestra vida tiene que sustentarse en lo que hemos hecho a favor de los más necesitados. Lo que no impide al cristiano el enmarque de todo esto en el sentido religioso último del texto.
Los subrayados evangélicos
Acoger a los necesitados, tal como son presentados, era un precepto ya existente en la tradición judía. Pero en el evangelio se recoge con unos subrayados propios que le dan una relevancia muy especial: la exclusividad del criterio para evaluar una vida, su universalidad (están convocadas “todas las naciones”), la discreta y a la vez profunda identificación de Jesús con los necesitados y marginados, la relevancia decisiva de la dinámica compasiva no explicitada en palabras, sino en obras concretas.
Y es que lo único que claramente alienta la práctica de las obras citadas es la compasión efectiva que despiertan quienes sufren necesidades y marginaciones; esto es, el centramiento en el otro y desde el otro, pues si esas acciones se realizan persiguiendo intereses propios se pervierten. Lo que vivencian quienes las llevan a cabo es más una respuesta ante la recepción del impacto del otro sufriente (si no se da la recepción, no se da la respuesta) que la exigencia de un mandato externo. Hoy somos conscientes de que, en medida decisiva, esas necesidades deben ser cubiertas por instituciones públicas de justicia, en las que está implicada la participación ciudadana, pero el aliento de la compasión sigue siendo clave para motivarlas, orientarlas e incluso desbordarlas.
Además de esto, el texto evangélico, como adelanté, tiene el horizonte transmundano de la “vida eterna” en la que se realizan tanto la plenitud de la vida como el castigo de los juzgados, según sus obras u omisiones respectivamente. Pero, dado que ello nos introduce en lo netamente remitido a la fe, no entro aquí en las consideraciones hermenéuticas que pueden hacerse al respecto.