Los profetas son los enviados de Dios para alertar sobre los desvaríos que atentan contra la credibilidad del Mensaje. Hoy contamos también con un gran profeta encarnado en el Papa Francisco; conocemos el ejemplo de otros profetas por nuestra cultura religiosa, pero les escuchamos menos que al Papa. Uno de ellos tuvo gran importancia en su tiempo ante la falta de ejemplaridad estando sus mensajes a la altura de los grandes Padres de la Iglesia. Sigue siendo muy popular por otras cosas. Era portugués y se llamaba Fernando, aunque todos le reconocemos como el franciscano san Antonio de Padua.
San Antonio denunció lo antievangélico de sacrificar al ser humano a una idea o proyecto, en este caso del ideal cristiano, por una mala praxis de la autoridad religiosa y civil cuando entonces era impensable denunciarlo. Estamos en el siglo XII, una de las épocas más tensas y tumultuosas de la historia de Europa y de la Iglesia occidental. Fueron años de profundas transformaciones económicas, políticas, sociales y culturales y de enfrentamientos entre el papado y el imperio político. Pero también de graves excesos y corruptelas clericales y en la Curia Romana.
Fiel a las recomendaciones de la Regla de San Francisco, Antonio predicó al pueblo el evangelio denunciando el mal ejemplo institucional. Sus sermones dominicales llenos del Espíritu eran seguidos multitudinariamente. Poco se ha publicitado sobre esta faceta esencial del santo de Padua, que no dudó en señalar con dureza las bajezas de la jerarquía eclesiástica de su época, empezando por su obispo, los abusos y la falta de ejemplo que pervertían el Mensaje desde la soberbia, los privilegios y la riqueza eclesial.
Muchas de las denuncias públicas de Antonio de Padua podrían ser aplicadas al momento actual. Es necesario volver a la radicalidad del evangelio en una Iglesia amenazada por una excesiva adaptación, el clericalismo y la nula autocrítica, donde el Mensaje parece tener menos importancia que la institución misma. Lo denuncia el Papa actual, igual que lo hiciera san Antonio entonces. Es cierto que tampoco ayuda la pasividad de un buen número de laicos, marcada por la ortodoxia más que por la ortopraxis al estilo de Jesús.
Lo que sorprende es que un profeta que denunció con dureza los escándalos de su Iglesia, no fuera ajusticiado a las primeras de cambio. Al haber sido poderoso en obras y en palabras, su elevación a los altares fue una canonización exprés casi por aclamación. Y para que no haya dudas, Antonio de Padua fue nombrado por Pío XII Doctor de la Iglesia. Pocos santos han logrado transformar las conciencias a base de reprender sin ambages a quienes escandalizaban con sus corruptelas. Desde que Jesús de Nazaret desautorizara la hipocresía de las autoridades religiosas de su tiempo, aun menos han podido hacerlo sin la acusación de herejía y el consabido martirio.
Cómo serían sus sermones para que el llamado Santo Oficio de la Inquisición se negase a traducirlos del latín al italiano –en 1948- argumentando que los fieles no estaban preparados para soportar el impacto de sus palabras. En realidad, entonces y ahora, no estemos preparados para defender la Verdad y la coherencia por bandera con el grado de ejemplo que reclama el evangelio.
Postdata - Vuelve a ser noticia este verano la tragedia ocurrida en la playa del Tarajal (2014) por la sentencia ante el resultado de 25 inmigrantes muertos, un desaparecido y 23 personas devueltas a Marruecos “en caliente” y sin ningún procedimiento formal legal. El franciscano Santiago Agrelo, por entonces arzobispo de Tánger, publicó la Carta Pastoral “Lo inaceptable”, de gran profundidad evangélica y denuncia profética, esta última poco frecuente en los católicos del Primer Mundo ante las injusticias estructurales. No fue la primera vez ni la última que Agrelo se significa, pero tiene a quien imitar.