Xabier Etxeberria
Barkamena eta damua, esan gabe, ekintza bidez adierazten dira Ebanjelioko pasarte askotan. Modu diskretuan eta delikadeza handiz. Bai seme galduaren parabolan, baina baita ardi galduaren pasartean edo Zakeorenean ere. Jesusek ez du esplizituki “barkatzen”. Ez dago, bere aldetik, esijentziarik, ezta kontu hartzerik ere. Soilik harrera beroa eta maitasun diskretua. Eta beti, poza.
Adelanté al comentar la parábola del hijo pródigo que el padre perdonaba con delicadeza, con discreción. “Hacía” el perdón sin decirlo. Delicadeza similar tiene Jesús ante la mujer condenada por adulterio. En el evangelio, tal actitud, también referida al arrepentimiento, es algo común. Dada su relevancia para la autenticidad de ambos, conviene insistir en ella a través de otros textos.
La oveja perdida
Es una pequeña parábola que está en Mateo (18,10-14) y en Lucas (15,1-7). Tienen un enmarque diferente: en el primero la oveja perdida representa al pequeño extraviado y en el segundo, más rico en detalles, al pecador. Tomo aquí, por eso, la versión de Lucas.
Jesús, con el relato, responde a las acusaciones que se le hacen de que “anda con pecadores y come con ellos”. No solo no se disculpa, sino que convoca a todos a hacer lo mismo. Invita a que nos comportemos como el pastor que, teniendo cien ovejas, si se le pierde una, deja las noventa y nueve para buscar a la extraviada. No parece una decisión prudente, pero es la que Jesús, provocador una vez más, propone. Y cuando la encuentra, añade, la carga sobre sus hombros, la lleva a casa y convoca a todos para compartir su gran alegría. Los “perdidos”, los socialmente marginados por las leyes de pureza que él rechaza, son su preferencia.
El perdón, formalmente, ni aparece. La falta tiene la forma de extravío, en el que la responsabilidad puede adquirir mil matices. Ante él, hay compasión, búsqueda. Y en el encuentro no hay recriminaciones ni exigencias. Solo acogida cálida e intensa que se hace cargo de la fragilidad de quien se extravió (“la echa sobre sus hombros”). Incondicionalidad de nuevo. Y, conviene añadir, delicadeza extrema del amor.
Zaqueo
Hice ya referencia a él, pero ahora resaltaré esta otra perspectiva (Lc 19,1-9). Jesús no le ofrece expresamente el perdón, no se lo menciona; se comporta con él como con alguien ya perdonado. Le dice por eso: me quiero alojar en tu casa (con todo lo que ello significa en esa sociedad, recordemos). Zaqueo, a su vez, impactado por la llamada de Jesús y “muy contento” –detalla Lucas- tampoco explicita formalmente el arrepentimiento: se comporta como arrepentido, dando la mitad de sus bienes a los pobres y devolviendo cuatro veces lo robado. Jesús acaba atestando que ha llegado la salvación a la casa de Zaqueo, “que también es hijo de Abraham” –inclusión frente a marginación-, que se ha colmado la salvación “de quien estaba perdido” (conexión con la oveja extraviada a la que se echa sobre los hombros). Una vez más, delicadeza con otros matices. Y siempre alegría.
Barkamena eskaintzen dugunean, garrantzitsua da, apaltasunetik egitea. Jakinda, geuk ere behar dugula, beharko dugula inoiz besteren batek barkatzea. Autosufizientziarik gabeko barkamen hori ekintza bihurtzen da askotan, hitzik gabe, ez bada, barkamena jaso duen pertsonak propio eskatu digulako. Damuarekin ere berdintsu. Benetan damu den pertsonak bereizi egin behako du zer esan edo egin zauriak sendatzeko. Badu garrantzia lehen urratsa nork egiten duen, baina miraria gertatzen da, damuak eta barkamenak bat egiten dutenean. Eta mina poz bihurtzen denean.
Sobre la delicadeza de perdón y arrepentimiento
En quien ofrece perdón, es importante que lo haga desde la humildad, desde la conciencia de que también él ha necesitado, necesitará ser perdonado, porque tiene fallos, limitaciones, culpas, y porque anhela que, en esas circunstancias, le ofrezcan el perdón. Esta humildad es el mejor antídoto contra las desviaciones paternalistas y soberbias del ofrecimiento de perdón; las que suponen modalidades que dañan, que provocan rechazo. En cambio, el perdón con humildad, con no autosuficiencia, incluso cuando expresa que lo malo que se perdona fue malo, acaba mostrándose siempre como acogida. Pues bien, en muchas ocasiones, un perdón así ofrecido, espontáneamente emerge como perdón que no se dice, que se hace. Si acaba diciéndose es porque se percibe que la persona perdonada lo necesita, necesita escuchar que se le perdona, lo pide expresamente.
En cuanto al arrepentimiento, quien se arrepiente honestamente discierne cómo decirlo-hacerlo en función de la persona a la que hizo daño, en vistas a repararlo, a colaborar en la sanación de su herida. En unas ocasiones, lo acertado será decírselo espontáneamente, pidiéndole además explícitamente perdón, el mejor antídoto contra el orgullo. En otras, lo conveniente será expresarle el dolor que siente por lo que le hizo. Siempre, lo necesario será mostrarle con obras –con su contenido y con el modo de hacerlas- que se ha arrepentido. A veces, será esto únicamente lo que conviene explicitar, en formas tales que en las obras se intuya todo. De nuevo, delicadeza.
En esta cuestión es también relevante quién toma la iniciativa primera: si quien ofrece perdón o quien lo solicita desde su arrepentimiento. El milagro, en cualquier caso, se produce cuando se da la imbricación. Milagro que, atravesando el dolor, acaba en gozo.