Txetxu Ausín
COVID-19aren pandemiak ekarri duen nahitaezko isolamenduak garai hauetako gaitz handienetakoa utzi du agerian: nahi ez den bakardadea. Bakardade honek ez du zerikusirik barnekotasunari lotutako bakardade aberats eta atseginarekin, hautatu ez dugun bakardade horrek mina, beldurra, nahigabea edo tristura sortzen baititu. Nahi ez den bakardadea herrialde industrializatuetan lau pertsonetik batek sufritzen duen pandemia isila da, eta aski frogatuta dago bakardade horrek osasun fisiko zein psikikoan eta bizitza-kalitatean dituen eragin kaltegarriak. Norberak bizitako hainbat esperientziek eta gizarte baldintza zehatzek badute eraginik bakardade sentimenduan.
Landu ditzagun harremanak eta lagunak, zaindu dezagun elkar-zaintza.
La pandemia de la COVID-19 que estamos padeciendo ha puesto sobre la palestra problemas y déficits de nuestras sociedades. Unas semanas de aislamiento forzoso han sacado a flote uno de los grandes males de nuestro tiempo: la soledad no deseada.
Se define la soledad impuesta o no deseada (loneliness) como una sensación subjetiva de discrepancia entre las relaciones sociales que tiene una persona y las que querría tener. Esta soledad no deseada combina la experiencia de carencia en la cantidad y calidad de los vínculos con otras personas (desconexión emocional) con el aislamiento social y la carencia de redes sociales en el entorno próximo (no se trata de un simple problema individual, sino que está en relación con el modo en que se organiza nuestra sociedad).
Por cierto, hay que distinguir la soledad no deseada de esa otra experiencia de la soledad que es enriquecedora, placentera y vinculada a la introspección, lo que en inglés se conoce como solitude, muy diferente de esta soledad impuesta, no elegida, que produce dolor, miedo, angustia o tristeza.
Nos despertamos muchos días con titulares como éste: “Un anciano muere en soledad cada dos días en Barcelona”: Los bomberos del Ayuntamiento de Barcelona tuvieron que destrozar durante el 2019 las puertas de 141 domicilios para rescatar cadáveres de personas que habían fallecido sin que nadie las echara de menos. Casi todos eran vecinos de más de 60 años. “Las muertes en soledad de dos ancianos que ni siquiera trascendieron”: Hace unos días, la Policía Municipal de Madrid halló el cadáver de una octogenaria que llevaba unos cinco años muerta en su apartamento. De acuerdo con el cuerpo policial, en los últimos meses se han registrado unos 18 casos de este tipo. El número más o menos coincide con las estadísticas de Zaragoza, donde el pasado verano se registraron alrededor de una veintena de muertes en soledad. “Hallan en su cama a una vecina de Bilbao que llevaba muerta tres años”. Por no hablar de los cientos de personas que han fallecido en soledad, sin la presencia de sus seres queridos, en este episodio de pandemia por COVID-19.
La muerte en soledad, el aislamiento social y la soledad no deseada son una nueva pandemia silenciosa del primer mundo, que afecta a una de cada cuatro personas en países industrializados. Sin embargo, no suele suscitar el interés público, no conforma ningún tipo de reivindicaciones sobre el estado, no genera conflictividad ni demanda atenciones, servicios específicos o partidas presupuestarias, aunque en algunos países como Reino Unido se ha convertido en una prioridad nacional, creándose una Secretaría de Estado para la soledad.
Está ampliamente comprobado el impacto negativo de la soledad no deseada sobre la salud física, psíquica y, en general, sobre la calidad de vida de las personas que la padecen. Por un lado, destacan los problemas cardiovasculares, el descenso del sistema inmune e incluso incrementa un 26% el riesgo de mortalidad prematura en las personas que se sienten solas. Por otro lado, la soledad se relaciona con diversos trastornos psicológicos, aumentando la sintomatología ansioso-depresiva, los pensamientos suicidas y los niveles de agresividad. Más aún, la soledad incide negativamente en la calidad de vida a través de varias conductas de riesgo como el sedentarismo, tabaquismo, consumo de alcohol, alimentación inadecuada, empeorándose también la calidad del sueño. Así, la soledad no deseada se está convirtiendo en una de las mayores amenazas para los sistemas de salud pública, superando incluso el riesgo de otras problemáticas como la obesidad.
Añádase el debilitamiento del tejido social y comunitario que supone la soledad no deseada, con un impacto negativo sobre la resiliencia comunitaria, esto es, sobre la capacidad de los individuos y de las comunidades para minimizar y sobreponerse a los efectos nocivos de las adversidades y los contextos desfavorables. Las personas integrantes de una misma comunidad son resilientes juntas y no simplemente de una manera individual.
El sentimiento de soledad está muy determinado por episodios biográficos como la pérdida de un ser querido, la salida del mercado laboral, la ruptura de una relación de pareja, etc. pero existen factores estructurales que determinan y agravan dicho sentimiento. Son los “determinantes sociales de la soledad” como el género, el entorno físico, la situación económica, el nivel de estudios, la vivienda o el acceso a servicios (sanitarios, culturales, recreativos). Únanse a ellos los cambios experimentados en las sociedades modernas como el aumento de la esperanza de vida —que incrementa el número de personas que viven solas durante la última etapa de su vida—, el auge del individualismo, el declive de las redes de apoyo social y familiar, la fuerte crisis de los cuidados ligada a lo anterior, y una mayor precariedad social en un contexto de creciente desigualdad.
Así, se tiene más posibilidades de padecer soledad no deseada si se es mujer, mayor de 65 años, de nivel socioeconómico bajo, sin pareja o hijos, con movilidad reducida y peor índice de salud. No obstante, aunque la soledad afecta especialmente a las personas mayores, estudios en Reino Unido muestran que aflige al 36% de personas entre 18 y 34 años y también especialmente a inmigrantes, desempleados, familias monoparentales y, muy significativamente, a aquellas personas que se dedican a atender a los dependientes.
Volviendo a nuestro momento actual, parece que la soledad forzada fruto de la pandemia ha favorecido una sensación de nueva comunidad a partir de las tecnologías de la comunicación. También en países como Japón, donde la muerte en soledad tiene una denominación propia (kodokushi), se han ideado intervenciones robóticas para paliar la soledad, como la foca de compañía Paro, el perro robótico Aibo o la mujer-holograma Hikari. Por no hablar de la creciente presencia en nuestras vidas de asistentes personales tecnológicos como Alexa de Amazon o Siri de Apple. —Lo que me recuerda la maravillosa película “Her”. ¿Será la tecnología basada en inteligencia artificial la salida para la epidemia de soledad no deseada?
Mientras, cultivemos las relaciones sociales y la amistad, cuidemos el cuidado y miremos de frente a la soledad no deseada: